en: Revista de Occidente, nº 225, febrero de 2000, pp.5-24.

UN ARTE DISLOCADO

 

Si uno piensa en la situación de las artes plásticas en España es difícil no experimentar una sensación de desaliento. Tradicionalmente, España ha sido una tierra de magníficos artistas: algunos de los nombres más relevantes del arte occidental pertenecen a personas nacidas en nuestro país. Creo que algo similar podría decirse si nos referimos en concreto al siglo que ahora termina. En primer lugar, claro está, habría que mencionar a Pablo Picasso. Pero también a Julio González y Juan Gris. O a Joan Miró y Salvador Dalí. Y después a Antoni Tàpies, Eduardo Chillida y Antonio Saura, además de a algunos otros que igualmente podrían situarse en esa especie de lista ideal.

No estamos en el país de Jauja

Pero ya aquí habría que comenzar a introducir matizaciones. Para lo que quiero indicar, el propio Picasso constituye el ejemplo más relevante: en el ciclo moderno del arte nuestros artistas se han visto forzados a adquirir el auténtico peso de su obra en el extranjero. La aceptación de su verdadera talla en España se produce siempre después, de rebote, y con bastante retraso.

Por otro lado, esos nombres insignes nos llevan a un periodo temporalmente muy distante de hoy. En un caso, al tiempo de las vanguardias clásicas, al momento de ese gran giro del arte en los inicios del siglo veinte que supone la ruptura definitiva con el sistema convencional de representación dominante en Europa desde el siglo quince hasta finales del diecinueve. En el otro, al tiempo de la nueva experimentación formal y expresiva, tras las convulsiones de las dos guerras mundiales, en el que el arte sigue aún operando a través de procedimientos de destreza individual, humana.

Aunque hay ruptura, en ambos casos existe un nexo de continuidad con la tradición occidental de las artes como un espacio eminentemente corporal y mental de la representación. Hasta el último tercio del siglo que ahora acaba, los géneros clásicos: dibujo, pintura, escultura... se abren a todo tipo de experiencias y tanteos formales, pero básicamente siguen manteniendo una vigencia que se remonta a la fijación renacentista y posteriormente a la consolidación clásica de la actividad artística como un ejercicio depurado de maestría individual. Lo que se vive y entiende hoy en el mundo como "arte", en particular por sus primeros protagonistas: los propios artistas, es algo muy diferente. A ello me volveré a referir después.

De entrada, me interesa insistir en lo que ya he empezado a señalar. El reconocimiento y el apoyo en España de nuestros artistas más importantes en el siglo veinte ha sido sumamente tardío. Y se ha producido sólo después de alcanzar un reconocimiento internacional indiscutible fuera de nuestras fronteras, por el peso y la calidad de su trabajo, y gracias sobre todo a su esfuerzo individual.

Y ésta es para mí la cuestión decisiva: ¿qué es lo que pasa con nuestros artistas de "ahora mismo"...? Precisando más: me refiero a aquellos que han vivido, como los demás españoles, la transición de la dictadura franquista a la democracia. Que son, también, mujeres y hombres en la transición entre dos siglos. Y, lo que creo probablemente incluso más significativo, que viven igualmente una profunda transición en el seno mismo de su trabajo, así como en las vías e instituciones de presentación y circulación del mismo.

¿Qué pasa con ellos? Tengo la sensación, naturalmente fundamentada en la voluntad de conocimiento y en mi trabajo continuado en ese terreno, que España continúa siendo una tierra de magníficos artistas. Pero que la situación de dislocación, de desencaje, del arte más innovador respecto a las instituciones que lo vehiculan públicamente, característica en España durante todo el siglo veinte, se mantiene aún de forma bastante intensa.

El propósito principal de estas líneas es aportar algunos elementos de análisis de la cuestión, y a la vez intentar dinamizar un "debate" que, por desgracia, es prácticamente inexistente. Me gustaría contribuir a desbloquear una discusión serena y a la vez seria sobre el estado de nuestro arte. Evitando los dos polos extremos que lo suelen hacer inviable: la autosatisfacción propagandista de nuestros responsables políticos y de los distintos tipos de funcionarios a su servicio y la imprecación victimista que hace de "la cultura de la queja" el signo de la impotencia de tantos supuestos damnificados que, sin embargo, nunca mostraron plenamente sus virtudes.

En el primer polo se deriva fatalmente hacia consideraciones cuantitativas y presupuestarias, se pone el acento en la construcción o ampliación de los edificios destinados a conservar (nunca mejor dicho) y mostrar "arte contemporáneo" y, en general, acaba tratándose el arte como algo en sí mismo perteneciente al pasado, digerido históricamente.

Hay que estar muerto, o muy cerca, para entrar dentro de un mecanismo fundamentalmente burocrático y muy poco ágil que encubre con la fórmula "llenar lagunas" su falta de proyecto artístico y cultural. Se trata, habitualmente, de un mero vaciado propagandista de un historicismo mostrenco que, a estas alturas sigue siendo incapaz de asimilar que aquellas viejas pseudo-categorías historiográficas. "antiguo", "medieval", "moderno" y "contemporáneo" hace ya bastante que dejaron de tener validez teórica e interpretativa, dada su evidente falta de consistencia.

En el segundo polo se suelen situar todos aquellos "artistas" que atribuyen su falta de reconocimiento a todo tipo de oscuras injusticias, o incluso de conspiraciones. Pero no sólo ellos: también algunos mediadores: propagandistas o comerciantes, que intentan hacer de la "excepción cultural" que según ellos es "el arte" la razón fundamental de un proteccionismo público y económico que, cuando no tiene lugar, es reclamado como si fuera debido.

"No lo saben, pero lo hacen". La frase con la que Karl Marx sintetizaba la dinámica de la ideología desvela bastante bien lo que hay por debajo en ambos casos: intereses particulares, muy concretos, muy específicos. Los de responsables y funcionarios públicos, estatales, en comunidades autónomas, o municipales, que conciben su actuación en términos estrictamente clientelares, de creación de vínculos con vistas al mantenimiento de su posición dominante. O los de individuos que buscan la consolidación de su prestigio social y de sus rendimientos económicos por medio de la supuestamente "sagrada" actividad a la que se dedican. Como si dedicarse al "arte" sin más, simplemente por estar en esa "nómina", fuera equivalente al riesgo y a los sacrificios que asumen los Médicos sin Fronteras, por mencionar un caso que tiene toda mi admiración.

Pues bien, aun en esos dos polos extremos el velo de la ideología puede actuar como un cierto elemento compensatorio desde un punto de vista moral, al menos como el atisbo de un deseo, luego reprimido o desvirtuado, de dedicarse a un fin noble. Mucho peor aún, y para mí constituye un deber intelectual y moral denunciarlo, es una actitud cínica y descreída, bastante más extendida de lo que a simple vista pudiera pensarse en el llamado "mundo del arte", que hace sus planteamientos en términos crudos de poder, influencia y beneficio económico. Es algo que afecta no sólo a nuestro país, sino a la actual escena internacional del arte, llena de grupos de presión y de intereses creados, que no dejan sin embargo de tener su manifestación, a veces por su endeblez casi espérpentica, en España.

Intentemos ir al fondo de la cuestión, evitando la propaganda y la queja. Y también, sobre todo, el cinismo: el trabajo en el arte alcanza sus cotas más elevadas cuando se sustenta en convicciones intelectuales y morales profundas, asumidas no externamente sino en lo más íntimo de la obra, de la tarea. Los asuntos humanos pueden mejorar, si el deseo de cambio, de transformación, es auténtico.

El talante más adecuado para enmarcar el debate sería, en mi opinión, una síntesis de serenidad, juego limpio y sentido del humor. Sin que esto último pueda confundirse con la broma de mal gusto o el "chascarrillo" banal, tan habituales por desgracia entre nosotros. Los análisis habituales de la situación del arte en España no suelen superar el nivel de la denuncia del supuesto "escándalo", luego nunca fundamentada, el del "cotilleo", o el de la murmuración más insidiosa.

En este punto, me parecen sumamente acertadas las consideraciones de José Mª Giro, en su reciente, e inteligentísimo, Manual del MD (EL MUERTO VIVO, Madrid, 1999, 12): "Siendo el camino de lo lúdico un componente importante de la naturaleza que hay que recorrer, no se debe reprimir en un terreno árido tan necesitado como es el del arte y sus viandantes." Es una vía imprescindible para acabar de una vez con todas con esa mueca de solemnidad ofendida tan habitual, con "la persistente actitud malhumorada" –continúo citando a José Mª Giro- "que parece desprenderse siempre de lo artístico" [yo, J. J., matizaría: en España]. Es imprescindible que todo el mundo aprenda a "bajar los humos". El arte es, en principio y siempre que su práctica no se desvirtúe, una noble actividad humana. Pero no entraña en sí mismo una dignidad mayor que tantas otras actividades, igualmente nobles por humanas, asumidas sin tantas pretensiones por nuestros semejantes.

Un continuo global de la representación

La dislocación o desencaje del arte actual en nuestro país tiene para mí su motivación central en una causa estructural, profunda, que afecta al conjunto de las manifestaciones artísticas, no sólo a las artes plásticas, en las distintas sociedades de masas de nuestro tiempo, y no sólo en España. Esa dimensión estructural radica en el incesante proceso de expansión de la técnica moderna, que ha modificado en profundidad los procedimientos de producción y de recepción de las experiencias estéticas en general y de la representación artística en particular.

Los museos, instituciones y mediaciones artísticas en general están todavía configurados según un criterio que hace prevalecer el objeto y su conservación como piedra de toque de todo el entramado artístico. Pero la expansión de la técnica y la consecuente tendencia a la multiplicación del objeto hace gravitar sobre éste, también sobre ese "objeto" tan especial que seguimos llamando "obra de arte", una pérdida "de peso", de materialidad. O, en otros términos, lo conduce irremisiblemente a su conversión en signo, en unidad o conjunto de información. Los museos e instituciones artísticas del futuro tendrán mucho más que ver con la generación, el archivo y la transmisión de información que con la custodia y clasificación de piezas materiales.

Si el arte actual resulta en nuestro país mucho más desencajado que en EE. UU. o en Alemania es porque al menos en esos países, a pesar de la inadecuación de las instituciones artísticas, hay por lo menos una mayor y más consistente consciencia práctica y teórica del problema. En mi opinión, gracias sobre todo a los artistas que, cuando lo son de verdad, suelen abrir los caminos.

La capacidad de apropiarse a través de los más distintos soportes estéticos de una gama amplísima de información, conocimiento, placer y satisfacción material inmediata, del público en general en estas sociedades de masas es más alta que nunca en toda la historia de la cultura occidental. El término "estético", derivado del griego "aíszesis": sensación, hay que entenderlo en la actualidad en el sentido mucho más amplio de fijación o representación sensible de la experiencia.

Una de las características que define de modo central nuestro mundo, nuestra cultura, es su configuración no ya sólo estética, sino hiperestética: todo está "estilizado", sometido a una manipulación artificial con vistas a convertirlo en pauta sensible. Y esa sobredeterminación estética de la experiencia actual deriva de modo directo del efecto multiplicador, y a la vez homogeneizador, de la técnica.

Si la Revolución Romántica abrió en toda Europa en la primera mitad del siglo diecinueve un proceso de configuración individual de la sensibilidad, asentado sobre el ejercicio de la heteronomía, del uso de la libertad como elemento distintivo del estar en el mundo moderno, la expansión de la técnica ha ido, justamente desde la segunda mitad de ese mismo siglo, a partir de lo que se llamó Segunda Revolución Industrial, poniendo progresivamente en cuestión no ya la práctica, sino las propias condiciones de posibilidad de una configuración individual, diferenciadora, de la sensibilidad.

El individuo humano en las sociedades de masas ve configurada su sensibilidad a través de potentísimos mecanismos de producción y transmisión de experiencias estéticas que llevan en su propia dinámica, en su estructura constitutiva, el sello de lo homogéneo, de lo serial, de lo indistinto. El valor y la vigencia del arte reside precisamente en que aún hoy sigue siendo la gran alternativa a esa homogeneización sensible global de la experiencia, la vía más fuerte de afirmación de la diferencia y la singularidad.

En nuestras sociedades, al individuo se le da estructurado su modo de sentir, y por tanto de pensar y de conocer. La vida se estiliza a través de los flujos incesantes de representación que, como una cadena sin fin, producen las tres grandes vías contemporáneas no artísticas de experiencia estética: el diseño, en todas sus manifestaciones, la publicidad y los medios de comunicación de masas.

Si el arte, las distintas artes, sigue teniendo una vigencia en nuestro mundo es precisamente porque gracias a su potencia formativa, a su fuerza de representación, es capaz de poner en pie universos sensibles de sentido, capaces de romper y cuestionar la homogeneidad de la cadena estética continua que mediatiza sin fisuras todas las formas contemporáneas de la experiencia.

De este modo, el arte de nuestro tiempo vive internamente una tensión, un desencaje, constitutivo, que le da un sentido propio, distinto, frente a las características que presentaba en otras fases de nuestra cultura anteriores a la gran expansión de la tecnología.

Desde un punto de vista filosófico, el arte actual se opone a la estilización, a la configuración estetizada de lo existente, como la verdad se opone a la apariencia. Y también como la diferenciación, la capacidad de discernimiento, de distinción, se opone a lo indiferenciado, a lo globalmente homogéneo. Como ya señaló Immanuel Kant, la capacidad de discernimiento, clave de bóveda del juicio estético, es precisamente uno de los rasgos que nos definen más intensamente como seres humanos. Lo relevante del "juicio de gusto" es que, a través de la impronta que marca en la configuración de la sensibilidad, nos enseña el camino para la decisión más importante: para poder decir no.

Ya con esto, podemos comprender mejor la profunda motivación de la intensificación de las tendencias conceptuales y anti-ornamentales tan característica del devenir de las artes a lo largo de todo el siglo veinte. Pero hay más. Aun aspirando a instituirse como libre juego de la verdad frente a la determinación necesaria de lo sensible en la cadena global de la representación, el arte de nuestro tiempo se ve inevitablemente "contaminado" por ésta.

Y hay que entender que la idea de contaminación conlleva un aspecto negativo, la pérdida de una estabilidad anterior, pero también otro muy positivo: la síntesis del organismo, en este caso artístico, con un agente externo, que se acaba asociando intensamente con el mismo y termina por alterar profundamente sus cualidades y sentidos.

Contaminado por la técnica y por la proliferación de procesos estéticos de representación no específicamente artísticos, el arte se ha ido apropiando de procedimientos y soportes que le eran extraños, tanto en su configuración clásica, como en ese otro clasicismo específicamente moderno que es el horizonte de las vanguardias históricas.

Lo que se siente de un modo cada vez más acusado en el arte de hoy, inmerso en la transición hacia un nuevo siglo, es una experiencia de doble sentido. Por un lado, el arte ha perdido de forma irreversible la posición predominante, jerárquica, en el universo de la representación sensible que había ocupado desde el Renacimiento hasta finales del siglo diecinueve. Por otro, su lugar en el actual universo osmótico y transitivo de la representación es el de una intercomunicación circular, de apropiación y distinción, respecto a la inmediatez estética, a la mera utilización práctica o comunicativa de la imagen.

Las consecuencias de todo ello son no sólo, como pudo advertirse ya en el despliegue de la vanguardia clásica, la transgresión de los límites semióticos de los géneros clásicos. En las artes plásticas: dibujo, pintura, escultura... Sino algo que va todavía mucho más allá: la inserción del arte, de las diversas prácticas artísticas, a través de un proceso de mestizaje, de hibridación, en un continuo global de la representación, de la imagen, del cual en un sentido forman parte.

Quiero indicar, de pasada, que el argumento que acabo de formular no se ve afectado por esa actitud simple y propagandista que proclama la necesidad de "la defensa de la pintura", o por llamadas a la conservación y al orden más o menos explícitas. El dibujo, la pintura y la escultura son formas radicales de expresión humana en el terreno de la representación visual, similares a lo que es la poesía en el universo del lenguaje. Por tanto, no pueden desaparecer nunca, siempre que hablemos de humanidad, incluso en su fusión con la tecnología. Lo que sí sucede es que su contexto, sus criterios de validez, y los espacios que ocupan en el universo de las artes se ven alterados profunda y radicalmente.

A la vez que forman parte de ese continuo de la representación, el modo específico de hacerlo de las distintas artes es el de la singularización: la obra de arte tiene, en nuestro tiempo, el sentido principal de una ruptura, de una diferenciación en la cadena indistinta de signos que constituye el universo cultural de las sociedades de masas. Frente a la globalización comunicativa, el arte aísla, corta, detiene, ralentiza, acelera, invierte y subvierte. En definitiva: diferencia la imagen, estableciendo así una pauta de autonomía de sentidos que le hace posible seguir siendo poíesis, producción de conocimiento y placer, puesta en obra de la verdad y de la emoción a través de la síntesis de lo sensible y el concepto.

El papel central de Marcel Duchamp en el arte a partir de los años sesenta del siglo veinte radica en que, como hoy parece ya fuera de toda duda, fue el primero en comprender: ¡en torno a 1912!, que nuestra cultura se dirigía de forma irreversible hacia la constitución de ese universo continuo de la representación. Después, el Arte Pop, en el momento histórico de expansión económica y consumista de las democracias occidentales, estableció de modo definitivo que no hay materia para el arte distinta o fuera de ese universo global de la representación que, a través del crecimiento del consumo, actuaba ya como la fuerza de expansión universalista de cultura más potente que haya conocido nunca la humanidad.

Lo que hoy vivimos en las artes es la continuación de ese proceso. Pero una continuación en la que todos los aspectos mencionados se han intensificado hasta el paroxismo. El horizonte artístico dominante en la actualidad es el fijado en la década de los setenta por los artistas nacidos en los treinta y los cuarenta. En estos años finales del siglo veinte vivimos en la prolongación vital y creativa de sus propuestas. Pero también en la transición hacia algo nuevo.

Para mí esa novedad que se anuncia sigue siendo un resultado de la contaminación cada vez más intensa del arte por la tecnología. Nos encaminamos, a través del desarrollo espectacular de los soportes electrónicos y digitales, hacia un horizonte cultural caracterizado por la posibilidad, digo "posibilidad", de un uso creativo individual de la tecnología.

Si miramos al arte que se está haciendo ahora mismo podemos encontrar innumerables ejemplos de lo que quiero decir. Baste con pensar en la creciente utilización en las artes de procedimientos y materiales extraídos directamente de la publicidad, el cine o la música pop. Lo que en el universo cultural global supone grandes empresas, trabajo colectivo, en el terreno de las artes se configura como espacio, individual o de grupo, de experiencias creativas. Cada vez avanzamos más hacia el irreversible final de la función artística concebida en términos de "maestría", de "destreza", en conexión con la artesanía. El arte de nuestro tiempo extrae ya todo su oxígeno de su diálogo con la tecnología, de su capacidad para apropiarse de la formidable potencia de representación que ésta posee y, a la vez, para cuestionar sus derivaciones negativas, anti-humanas.

Desde un punto de vista "formal", expresivo, y dado que la estructura del medio determina incluso la calidad del mensaje, de las propuestas, como sabemos desde los Formalistas rusos en el caso de la literatura, o desde Marshall McLuhan en la teoría de la comunicación, esa intensificación de la contaminación tecnológica del arte está produciendo en el terreno específico de las artes plásticas un impresionante incremento de la secuencialidad.

¡Quien se lo hubiera dicho al gran Lessing, que en los albores de la Modernidad, en su no tan lejano en el tiempo Laocoonte (1766), había situado en la inmediatez espacial de las artes plásticas su diferencia semiótica irreductible respecto a la literatura, con su desenvolvimiento lingüístico temporal, sucesivo...!

Hoy en día, y sin duda por el impacto producido por la expansión de la nueva cultura electrónica y digital, las artes plásticas registran una presencia cada vez más acusada de lo narrativo. El lema sería algo así como contar historias. Con palabras, con imágenes, con bits.

Insisto en ello: la expansión y facilitación del uso de la tecnología pone de forma creciente en manos de individuos la capacidad de desarrollar sus potencialidades creativas en soportes tecnológicos que hace todavía muy poco tiempo requerían equipos o colectivos muy numerosos y grandes inversiones económicas.

La cosa no ha hecho sino empezar, está sólo en sus inicios. No cabe duda de que el arte del próximo siglo dispondrá cada vez más de posibilidades de soportes y procedimientos tecnológicos que incluso hoy, por su complejidad y riqueza, nos pueden resultar cercanos a la "magia". Si el uso de la tecnología y el avance en la investigación genética nos sitúan en el horizonte de un cambio revolucionario en la medicina y en las características biológicas del ser humano, el arte ha comenzado ya a adentrarse, virtualmente, en esa dirección, en ese proceso de hibridación de la máquina con lo humano, de revitalización del hombre y ampliación de sus límites de vida y de experiencia.

Una estrella que viene de Oriente

Si volvemos ahora a nuestro país, podemos advertir hasta qué punto tanto las instituciones como los mediadores artísticos están lejos de advertir las características y la radicalidad del proceso al que acabo de referirme. Lo que encontramos es una inconsciencia generalizada de esa metamorfosis radical de las artes. Aunque en algunos casos deberíamos incluso hablar de una resistencia llena de doblez frente al cambio inevitable. Hablo de "doblez" cuando se pretende "estar a la última" y sin embargo se actúa como si lo que viviéramos, otra vez, es el comienzo del siglo que toca a su fin.

Lo que oficialmente se invoca como signo de modernidad, por ejemplo la atención a Picasso y la adquisición de obras suyas para el enriquecimiento de nuestras colecciones públicas, nos remite queramos o no al pasado, en una especie de acto de reconocimiento explícito no sólo de que vamos con un siglo de retraso, sino de que, establecidas esas prioridades, seguramente nos volverá a ocurrir algo similar en este futuro que ya hemos comenzado a vivir. Las celebraciones que tuvieron lugar para conmemorar "1898", de un nivel artístico y cultural realmente bajísimo salvo contadas excepciones, constituyen otra muestra de lo que quiero decir.

El "clima" institucional, orientado a esas supuestas "recuperaciones" y celebraciones del pasado, continúa sin favorecer el desarrollo y la expansión, en España y fuera de España, de nuestro arte actual. Las condiciones de trabajo de nuestros artistas, entre los cuales están los que el futuro reconocerá como maestros de nuestro tiempo, se hacen así bastante difíciles, y no son pocos los que optan por instalarse fuera o, incluso, por considerarse artistas sin nacionalidad.

Que una feria comercial como ARCO, cuya existencia y continuidad es algo sumamente positivo, siga siendo año tras año el mayor acontecimiento del arte en España dice muy poco a favor de nuestras instituciones artísticas. Sin autonomía respecto al poder político, sin proyectos auténticamente consistentes, o sin sentido del riesgo y de la apuesta, nuestros museos de arte contemporáneo siguen mirando hacia el pasado, sin ocuparse de las claves de sentido del arte de nuestro tiempo y, por tanto, sin transmitirlas a sus destinatarios: los públicos de hoy.

Salvo excepciones, estos públicos siguen viviendo en la confusión de ver lo ya histórico como actual y sin poder acceder por ello al aliento vivo y problemático de la creación contemporánea. Sin incentivos fiscales ni un contexto cultural que propicie realmente la difusión de lo que hacen nuestros artistas, las galerías de arte malviven por lo general, intentando en no pocos casos suplir con entusiasmo lo que la iniciativa pública no favorece.

Las vías para la proyección internacional de nuestro arte de ahora son sumamente endebles e insuficientes. A excepción de algunos nombres aislados que, de nuevo, lo han conseguido fundamentalmente por su esfuerzo individual, la presencia de artistas españoles actuales en galerías, museos, exposiciones o cualquier otro tipo de certámenes en el extranjero, es mínima, y en mi opinión no se corresponde con la calidad media del arte que se hace hoy en España.

Las representaciones oficiales en las bienales o muestras públicas internacionales más prestigiosas dependen directamente de decisiones políticas, con unos resultados desde que se instauró la democracia en España muy por debajo incluso de los que el Franquismo supo alcanzar con su hábil tolerancia para poder así dar la mejor imagen hacia el exterior.

Las exposiciones producidas en nuestro país rara vez tienen una circulación internacional, mientras que en cambio "importamos" productos expositivos y museísticos cuyo interés en no pocas ocasiones parece centrarse tan sólo en el deseo de algún funcionario de parecer "estar a la última". Tampoco en todos los años que han transcurrido desde 1975 ha existido el menor interés por propiciar muestras o certámenes con vocación vanguardista e internacional, que permitieran establecer canales de comunicación de nuestro arte con lo que se hace en el resto del mundo.

No quiero dejar de señalar, sería una especie de cómoda huida por mi parte, la deficiente tarea de análisis teórico y de información pública que se registra en todo lo que se refiere al arte de nuestro tiempo. Desde este punto de vista, puede afirmarse, con todo lo arriesgadas que suelen ser las generalizaciones, que en este momento, en España, no hay prácticamente una crítica de arte digna de tal nombre.

Las elaboraciones conceptuales o las propuestas de articulación y presentación del arte suelen, por lo general, repetir fórmulas traídas de fuera, casi siempre aplicadas superficialmente, y atendiendo sobre todo a las modas, o a la defensa de intereses de grupos de presión. Las excepciones son muy escasas. Y a veces, cuando de algunas personalidades uno esperaría al menos una actitud de independencia de juicio y de comprensión de las nuevas claves de la creación, lo que se encuentra son actitudes de docilidad y de sumisión al pasado. Es como si para afirmar el valor de algún otro momento histórico de la creación artística, lo que por otra parte al estar ya temporal y culturalmente "digerido" no entraña dificultad ni riesgo, hubiera que formular una condena tajante y llena de desprecio hacia la creación actual.

Que no todo lo que se hace ahora es válido, resulta evidente. Pero así ha sucedido siempre con las artes. Y precisamente la función principal del auténtico crítico de arte es establecer criterios de interpretación, realizar una tarea hermenéutica, que posibilite no la mera paráfrasis ni la "traducción", sino vías de comunicación con las obras y propuestas. Para ello es necesario algo que, lamentablemente, casi no se realiza en nuestro país: saber hablar con los artistas y con sus obras. Y poseer una articulación filosófica, un entramado conceptual exigente y autocrítico, con el cual contrastar los análisis concretos, particulares, como ya Diderot demandaba en sus planteamientos fundacionales de la crítica de arte.

El problema se hace aún más agudo si pensamos en la escasez de revistas especializadas. La heroica Lápiz se merece una mención especial por la labor realizada durante tantos años. Y ojalá la muy reciente Arte y Parte consiga consolidarse plenamente. Pero no bastan. Serían necesarias muchas más iniciativas. Y, sobre todo, plataformas nuevas que fueran capaces de dar mucha más presencia a los propios artistas, a la presentación y articulación de sus propuestas y objetivos.

Por otra parte, es para mí muy dudoso que lo que se hace en los medios generales de información pueda llamarse propiamente crítica de arte. Lo que se encuentra aquí, en términos generales, son instrumentos de repercusión propagandística, meramente (in)comunicativa, que ni siquiera consiguen habitualmente despertar el interés de un público distinto al de los profesionales del arte.

Hay, en todo caso, un elemento en principio positivo en esta desalentadora situación que no quiero dejar de señalar. Me refiero a la proliferación de centros de arte contemporáneo que ha tenido lugar en España desde comienzos de los ochenta. Es un fenómeno singular, cuyo máximo interés reside para mí en el proceso informativo y la consiguiente configuración de nuevos públicos, interesados en el arte de nuestro tiempo, que han propiciado esos centros y museos.

Es como si, en las dos décadas finales del siglo, se quisiera recuperar el terreno perdido durante el siglo y medio anterior. Lo mismo que en otros aspectos de la vida española en los años ochenta, esa creación de nuevos centros es el mejor indicador de la voluntad de "ponerse al día" en el terreno de las artes plásticas.

No cabe duda de que se trata de un fenómeno globalmente positivo. De un "ajuste" institucional que abre la vía para la eliminación de una grave carencia. Y que ha permitido, en buena medida, "recuperar", conocer, lo más relevante de la tradición artística moderna y sentar las bases para una normalización en España del arte actual.

Pero inmediatamente hay que señalar que concurren, también, otros aspectos. Ante todo, los intereses políticos. Los centros o museos son edificios relevantes, de gran impacto cultural y urbanístico en la vida de las ciudades. Estas moles de piedra y hormigón son una de las mejores cristalizaciones del ensueño y vanidad de los políticos: dejar una obra por la que ser recordados.

Y claro, en ello sus mejores aliados son los arquitectos. La arquitectura museística actual pasa, en muchas ocasiones, por encima de los objetos y propuestas que debe vehicular, convirtiendo los edificios mismos en un acto estético, en obra de arte. De ese cruce entre los intereses políticos y los arquitectónicos nace el curioso predominio del "continente" sobre el "contenido", que podemos apreciar en tantos casos en la aún corta vida de nuestros centros de arte contemporáneo, muchos de los cuales fueron proyectados y construidos sin la existencia previa de un proyecto museístico o expositivo, ni de los equipos profesionales capaces de llevarlos a cabo.

Pero hay más problemas. En el tiempo perdido por nuestro país se fue constituyendo, en Europa y América del Norte, un auténtico circuito institucional de presentación y circulación internacionales del arte contemporáneo. La red de centros que ha surgido desde los ochenta nos ha permitido acceder a ese circuito. Pero, lógicamente, todavía en condiciones de desventaja o inferioridad.

Los museos son hoy en el mundo complejísimas maquinarias culturales, configuradas con criterios empresariales fuertemente competitivos. Los centros españoles presentan importantes deficiencias en ambas dimensiones. La mayor dificultad es la escasez de buenos profesionales. Este factor, unido a la rigidez y mediaciones burocráticas y políticas de las plantillas, acentúa nuestra dependencia del circuito internacional.

Hay que tener en cuenta, además, las graves carencias en la presentación y transmisión de las propuestas artísticas, que incide fuertemente en la desconexión o incomunicación con el público, el supuesto destinario del producto cultural "museo". El casi nulo desarrollo de los departamentos pedagógicos o las deficiencias de los departamentos de comunicación se unen a los problemas de la falta de coherencia o las debilidades de los programas museísticos y expositivos, dando como resultado una incidencia más bien escasa y confusa sobre el público.

Todos estos aspectos confluyen, lógicamente, en la falta de rendimientos comerciales de los centros. Teniendo en cuenta el carácter tan sumamente restringido de nuestras leyes fiscales sobre el arte, y la casi inexistencia de un coleccionismo privado, tanto individual como corporativo, comprenderemos que, en último término, el sostén principal de los centros artísticos en España sea político.

Y que la valoración de su "rendimiento" se establezca básicamente en términos de "beneficios de imagen", de prestigio. Que no nos extrañe, entonces, la tendencia a la emulación. Un dirigente polìtico o un gobierno autonómico "no quiere ser menos que otro", y todos desean contar con su "escaparate" artístico. "La cultura" da buenos rendimientos electorales.

Aparte de esa dependencia directa de la política, con sus cambiantes necesidades de "imagen", resulta obvio que las principales carencias de nuestros museos y centros de arte contemporáneo están directamente relacionadas con su aún corta vida. Hace falta tiempo para que contemos con más profesionales y mejor formados, para que las instituciones maduren y perfeccionen su rendimiento, y para que se forme un público que participe y sepa exigir. No obstante, aun con todas las contradicciones y dificultades, no olvidemos que su aparición constituye algo por fin realmente decisivo para la transmisión pública del arte contemporáneo en España.

Así que, a pesar de que no son pocos ni pequeños los problemas, quiero dejar bien claro que no todo es negativo. Considero inaceptable el catastrofismo, me parece un signo de impotencia. Aunque, como ya indiqué, menos aceptable resulta el cinismo. Nada peor que acabar la película recurriendo a la consabida frasecilla: "Toma el dinero y corre".

Hay en España artistas y profesionales que trabajan con toda su entrega y honestidad para propiciar un arte vivo y comprometido con las cambiantes exigencias de esta época de tantas transiciones superpuestas. Yo confío en ellos.

Y, además, con la esperanza de que los Reyes Magos sigan su estrella errante hasta nuestro pequeño país en el viaje hacia el nuevo siglo, me arriesgo a pedirles algunos regalos. El primero, que propicien la desaparición de políticos y burócratas sin preparación de los puestos de decisión, organización y gestión de las artes. El segundo, que esa penosa enfermedad llamada "historicismo", que mata el sentido histórico, la emergencia de lo nuevo, la afirmación de la vida, sea definitivamente erradicada de nuestras instituciones artísticas. Y el tercero, que esto no se entienda como el "colorín, colorado" final de ningún cuento. Porque la cosa no ha hecho sino empezar.

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