Si uno
piensa en la situación de las artes plásticas en España
es difícil no experimentar una sensación de
desaliento. Tradicionalmente, España ha sido una tierra de
magníficos artistas: algunos de los nombres más
relevantes del arte occidental pertenecen a personas nacidas en
nuestro país. Creo que algo similar podría decirse si
nos referimos en concreto al siglo que ahora termina. En primer
lugar, claro está, habría que mencionar a Pablo
Picasso. Pero también a Julio González y Juan Gris. O
a Joan Miró y Salvador Dalí. Y después a Antoni
Tàpies, Eduardo Chillida y Antonio Saura, además de a
algunos otros que igualmente podrían situarse en esa especie
de lista ideal.
No estamos en el país
de Jauja
Pero ya aquí habría que comenzar a
introducir matizaciones. Para lo que quiero indicar, el propio
Picasso constituye el ejemplo más relevante: en el ciclo
moderno del arte nuestros artistas se han visto forzados a adquirir
el auténtico peso de su obra en el extranjero. La aceptación
de su verdadera talla en España se produce siempre después,
de rebote, y con bastante retraso.
Por otro lado, esos nombres insignes nos llevan a
un periodo temporalmente muy distante de hoy. En un caso, al tiempo
de las vanguardias clásicas, al momento de ese gran giro del
arte en los inicios del siglo veinte que supone la ruptura
definitiva con el sistema convencional de representación
dominante en Europa desde el siglo quince hasta finales del
diecinueve. En el otro, al tiempo de la nueva experimentación
formal y expresiva, tras las convulsiones de las dos guerras
mundiales, en el que el arte sigue aún operando a través
de procedimientos de destreza individual, humana.
Aunque hay ruptura, en ambos casos existe un nexo
de continuidad con la tradición occidental de las artes como
un espacio eminentemente corporal y mental de la representación.
Hasta el último tercio del siglo que ahora acaba, los géneros
clásicos: dibujo, pintura, escultura... se abren a todo tipo
de experiencias y tanteos formales, pero básicamente siguen
manteniendo una vigencia que se remonta a la fijación
renacentista y posteriormente a la consolidación clásica
de la actividad artística como un ejercicio depurado de
maestría individual. Lo que se vive y entiende hoy en el
mundo como "arte", en particular por sus primeros
protagonistas: los propios artistas, es algo muy diferente. A ello
me volveré a referir después.
De entrada, me interesa insistir en lo que ya he
empezado a señalar. El reconocimiento y el apoyo en España
de nuestros artistas más importantes en el siglo veinte ha
sido sumamente tardío. Y se ha producido sólo después
de alcanzar un reconocimiento internacional indiscutible fuera de
nuestras fronteras, por el peso y la calidad de su trabajo, y
gracias sobre todo a su esfuerzo individual.
Y ésta es para mí la cuestión
decisiva: ¿qué es lo que pasa con nuestros artistas de "ahora
mismo"...? Precisando más: me refiero a aquellos que han
vivido, como los demás españoles, la transición
de la dictadura franquista a la democracia. Que son, también,
mujeres y hombres en la transición entre dos siglos. Y, lo
que creo probablemente incluso más significativo, que viven
igualmente una profunda transición en el seno mismo de su
trabajo, así como en las vías e instituciones de
presentación y circulación del mismo.
¿Qué pasa con ellos? Tengo la sensación,
naturalmente fundamentada en la voluntad de conocimiento y en mi
trabajo continuado en ese terreno, que España continúa
siendo una tierra de magníficos artistas. Pero que la situación
de dislocación, de desencaje, del arte más
innovador respecto a las instituciones que lo vehiculan públicamente,
característica en España durante todo el siglo veinte,
se mantiene aún de forma bastante intensa.
El propósito principal de estas líneas
es aportar algunos elementos de análisis de la cuestión,
y a la vez intentar dinamizar un "debate" que, por
desgracia, es prácticamente inexistente. Me gustaría
contribuir a desbloquear una discusión serena y a la vez
seria sobre el estado de nuestro arte. Evitando los dos polos
extremos que lo suelen hacer inviable: la autosatisfacción
propagandista de nuestros responsables políticos y de los
distintos tipos de funcionarios a su servicio y la imprecación
victimista que hace de "la cultura de la queja" el signo
de la impotencia de tantos supuestos damnificados que, sin embargo,
nunca mostraron plenamente sus virtudes.
En el primer polo se deriva fatalmente hacia
consideraciones cuantitativas y presupuestarias, se pone el acento
en la construcción o ampliación de los edificios
destinados a conservar (nunca mejor dicho) y mostrar "arte
contemporáneo" y, en general, acaba tratándose el
arte como algo en sí mismo perteneciente al pasado, digerido
históricamente.
Hay que estar muerto, o muy cerca, para entrar
dentro de un mecanismo fundamentalmente burocrático y muy
poco ágil que encubre con la fórmula "llenar
lagunas" su falta de proyecto artístico y cultural. Se
trata, habitualmente, de un mero vaciado propagandista de un
historicismo mostrenco que, a estas alturas sigue siendo incapaz de
asimilar que aquellas viejas pseudo-categorías historiográficas.
"antiguo", "medieval", "moderno" y "contemporáneo"
hace ya bastante que dejaron de tener validez teórica e
interpretativa, dada su evidente falta de consistencia.
En el segundo polo se suelen situar todos aquellos
"artistas" que atribuyen su falta de reconocimiento a todo
tipo de oscuras injusticias, o incluso de conspiraciones. Pero no sólo
ellos: también algunos mediadores: propagandistas o
comerciantes, que intentan hacer de la "excepción
cultural" que según ellos es "el arte" la razón
fundamental de un proteccionismo público y económico
que, cuando no tiene lugar, es reclamado como si fuera debido.
"No lo saben, pero lo hacen". La frase
con la que Karl Marx sintetizaba la dinámica de la ideología
desvela bastante bien lo que hay por debajo en ambos casos: intereses
particulares, muy concretos, muy específicos. Los de
responsables y funcionarios públicos, estatales, en
comunidades autónomas, o municipales, que conciben su actuación
en términos estrictamente clientelares, de creación de
vínculos con vistas al mantenimiento de su posición
dominante. O los de individuos que buscan la consolidación de
su prestigio social y de sus rendimientos económicos por
medio de la supuestamente "sagrada" actividad a la que se
dedican. Como si dedicarse al "arte" sin más,
simplemente por estar en esa "nómina", fuera
equivalente al riesgo y a los sacrificios que asumen los Médicos
sin Fronteras, por mencionar un caso que tiene toda mi admiración.
Pues bien, aun en esos dos polos extremos el velo
de la ideología puede actuar como un cierto elemento
compensatorio desde un punto de vista moral, al menos como el atisbo
de un deseo, luego reprimido o desvirtuado, de dedicarse a un fin
noble. Mucho peor aún, y para mí constituye un deber
intelectual y moral denunciarlo, es una actitud cínica y
descreída, bastante más extendida de lo que a simple
vista pudiera pensarse en el llamado "mundo del arte", que
hace sus planteamientos en términos crudos de poder,
influencia y beneficio económico. Es algo que afecta no sólo
a nuestro país, sino a la actual escena internacional del
arte, llena de grupos de presión y de intereses creados, que
no dejan sin embargo de tener su manifestación, a veces por
su endeblez casi espérpentica, en España.
Intentemos ir al fondo de la cuestión,
evitando la propaganda y la queja. Y también, sobre todo, el
cinismo: el trabajo en el arte alcanza sus cotas más elevadas
cuando se sustenta en convicciones intelectuales y morales
profundas, asumidas no externamente sino en lo más íntimo
de la obra, de la tarea. Los asuntos humanos pueden mejorar, si el
deseo de cambio, de transformación, es auténtico.
El talante más adecuado para enmarcar el
debate sería, en mi opinión, una síntesis de
serenidad, juego limpio y sentido del humor. Sin que esto último
pueda confundirse con la broma de mal gusto o el "chascarrillo"
banal, tan habituales por desgracia entre nosotros. Los análisis
habituales de la situación del arte en España no
suelen superar el nivel de la denuncia del supuesto "escándalo",
luego nunca fundamentada, el del "cotilleo", o el de la
murmuración más insidiosa.
En este punto, me parecen sumamente acertadas las
consideraciones de José Mª Giro, en su reciente, e
inteligentísimo, Manual del MD (EL MUERTO VIVO,
Madrid, 1999, 12): "Siendo el camino de lo lúdico un
componente importante de la naturaleza que hay que recorrer, no se
debe reprimir en un terreno árido tan necesitado como es el
del arte y sus viandantes." Es una vía imprescindible
para acabar de una vez con todas con esa mueca de solemnidad
ofendida tan habitual, con "la persistente actitud malhumorada"
continúo citando a José Mª Giro- "que
parece desprenderse siempre de lo artístico" [yo, J. J.,
matizaría: en España]. Es imprescindible que
todo el mundo aprenda a "bajar los humos". El arte es, en
principio y siempre que su práctica no se desvirtúe,
una noble actividad humana. Pero no entraña en sí
mismo una dignidad mayor que tantas otras actividades, igualmente
nobles por humanas, asumidas sin tantas pretensiones por nuestros
semejantes.
Un continuo global de
la representación
La dislocación o desencaje
del arte actual en nuestro país tiene para mí su
motivación central en una causa estructural, profunda, que
afecta al conjunto de las manifestaciones artísticas, no sólo
a las artes plásticas, en las distintas sociedades de masas
de nuestro tiempo, y no sólo en España. Esa dimensión
estructural radica en el incesante proceso de expansión
de la técnica moderna, que ha modificado en profundidad
los procedimientos de producción y de recepción de las
experiencias estéticas en general y de la representación
artística en particular.
Los museos, instituciones y mediaciones artísticas
en general están todavía configurados según un
criterio que hace prevalecer el objeto y su conservación como
piedra de toque de todo el entramado artístico. Pero la
expansión de la técnica y la consecuente tendencia a
la multiplicación del objeto hace gravitar sobre éste,
también sobre ese "objeto" tan especial que
seguimos llamando "obra de arte", una pérdida "de
peso", de materialidad. O, en otros términos, lo conduce
irremisiblemente a su conversión en signo, en unidad o
conjunto de información. Los museos e instituciones artísticas
del futuro tendrán mucho más que ver con la generación,
el archivo y la transmisión de información que con la
custodia y clasificación de piezas materiales.
Si el arte actual resulta en nuestro país
mucho más desencajado que en EE. UU. o en Alemania es
porque al menos en esos países, a pesar de la inadecuación
de las instituciones artísticas, hay por lo menos una mayor y
más consistente consciencia práctica y teórica
del problema. En mi opinión, gracias sobre todo a los
artistas que, cuando lo son de verdad, suelen abrir los caminos.
La capacidad de apropiarse a través de los
más distintos soportes estéticos de una gama amplísima
de información, conocimiento, placer y satisfacción
material inmediata, del público en general en estas
sociedades de masas es más alta que nunca en toda la historia
de la cultura occidental. El término "estético",
derivado del griego "aíszesis": sensación,
hay que entenderlo en la actualidad en el sentido mucho más
amplio de fijación o representación sensible de la
experiencia.
Una de las características que define de
modo central nuestro mundo, nuestra cultura, es su configuración
no ya sólo estética, sino hiperestética:
todo está "estilizado", sometido a una manipulación
artificial con vistas a convertirlo en pauta sensible. Y esa
sobredeterminación estética de la experiencia actual
deriva de modo directo del efecto multiplicador, y a la vez
homogeneizador, de la técnica.
Si la Revolución Romántica abrió
en toda Europa en la primera mitad del siglo diecinueve un proceso
de configuración individual de la sensibilidad, asentado
sobre el ejercicio de la heteronomía, del uso de la libertad
como elemento distintivo del estar en el mundo moderno, la expansión
de la técnica ha ido, justamente desde la segunda mitad de
ese mismo siglo, a partir de lo que se llamó Segunda Revolución
Industrial, poniendo progresivamente en cuestión no ya la práctica,
sino las propias condiciones de posibilidad de una configuración
individual, diferenciadora, de la sensibilidad.
El individuo humano en las sociedades de masas ve
configurada su sensibilidad a través de potentísimos
mecanismos de producción y transmisión de experiencias
estéticas que llevan en su propia dinámica, en su
estructura constitutiva, el sello de lo homogéneo, de lo
serial, de lo indistinto. El valor y la vigencia del arte reside
precisamente en que aún hoy sigue siendo la gran alternativa
a esa homogeneización sensible global de la experiencia, la vía
más fuerte de afirmación de la diferencia y la
singularidad.
En nuestras sociedades, al individuo se le da
estructurado su modo de sentir, y por tanto de pensar y de
conocer. La vida se estiliza a través de los flujos
incesantes de representación que, como una cadena sin fin,
producen las tres grandes vías contemporáneas no artísticas
de experiencia estética: el diseño, en todas
sus manifestaciones, la publicidad y los medios de
comunicación de masas.
Si el arte, las distintas artes, sigue teniendo
una vigencia en nuestro mundo es precisamente porque gracias a su
potencia formativa, a su fuerza de representación, es capaz
de poner en pie universos sensibles de sentido, capaces de romper y
cuestionar la homogeneidad de la cadena estética continua que
mediatiza sin fisuras todas las formas contemporáneas de la
experiencia.
De este modo, el arte de nuestro tiempo vive
internamente una tensión, un desencaje, constitutivo,
que le da un sentido propio, distinto, frente a las características
que presentaba en otras fases de nuestra cultura anteriores a la
gran expansión de la tecnología.
Desde un punto de vista filosófico, el arte
actual se opone a la estilización, a la configuración
estetizada de lo existente, como la verdad se opone a la apariencia.
Y también como la diferenciación, la capacidad de
discernimiento, de distinción, se opone a lo indiferenciado,
a lo globalmente homogéneo. Como ya señaló
Immanuel Kant, la capacidad de discernimiento, clave de bóveda
del juicio estético, es precisamente uno de los rasgos que
nos definen más intensamente como seres humanos. Lo relevante
del "juicio de gusto" es que, a través de la
impronta que marca en la configuración de la sensibilidad,
nos enseña el camino para la decisión más
importante: para poder decir no.
Ya con esto, podemos comprender mejor la profunda
motivación de la intensificación de las tendencias
conceptuales y anti-ornamentales tan característica del
devenir de las artes a lo largo de todo el siglo veinte. Pero hay más.
Aun aspirando a instituirse como libre juego de la verdad frente a
la determinación necesaria de lo sensible en la cadena global
de la representación, el arte de nuestro tiempo se ve
inevitablemente "contaminado" por ésta.
Y hay que entender que la idea de contaminación
conlleva un aspecto negativo, la pérdida de una estabilidad
anterior, pero también otro muy positivo: la síntesis
del organismo, en este caso artístico, con un agente externo,
que se acaba asociando intensamente con el mismo y termina por
alterar profundamente sus cualidades y sentidos.
Contaminado por la técnica y por la
proliferación de procesos estéticos de representación
no específicamente artísticos, el arte se ha ido
apropiando de procedimientos y soportes que le eran extraños,
tanto en su configuración clásica, como en ese otro
clasicismo específicamente moderno que es el horizonte de las
vanguardias históricas.
Lo que se siente de un modo cada vez más
acusado en el arte de hoy, inmerso en la transición hacia un
nuevo siglo, es una experiencia de doble sentido. Por un lado, el
arte ha perdido de forma irreversible la posición
predominante, jerárquica, en el universo de la representación
sensible que había ocupado desde el Renacimiento hasta
finales del siglo diecinueve. Por otro, su lugar en el actual
universo osmótico y transitivo de la representación es
el de una intercomunicación circular, de apropiación
y distinción, respecto a la inmediatez estética,
a la mera utilización práctica o comunicativa de la
imagen.
Las consecuencias de todo ello son no sólo,
como pudo advertirse ya en el despliegue de la vanguardia clásica,
la transgresión de los límites semióticos de
los géneros clásicos. En las artes plásticas:
dibujo, pintura, escultura... Sino algo que va todavía mucho
más allá: la inserción del arte, de las
diversas prácticas artísticas, a través de un
proceso de mestizaje, de hibridación, en un continuo
global de la representación, de la imagen, del cual en un
sentido forman parte.
Quiero indicar, de pasada, que el argumento que
acabo de formular no se ve afectado por esa actitud simple y
propagandista que proclama la necesidad de "la defensa de la
pintura", o por llamadas a la conservación y al orden más
o menos explícitas. El dibujo, la pintura y la escultura son
formas radicales de expresión humana en el terreno de la
representación visual, similares a lo que es la poesía
en el universo del lenguaje. Por tanto, no pueden desaparecer
nunca, siempre que hablemos de humanidad, incluso en su fusión
con la tecnología. Lo que sí sucede es que su
contexto, sus criterios de validez, y los espacios que ocupan en el
universo de las artes se ven alterados profunda y radicalmente.
A la vez que forman parte de ese continuo de la
representación, el modo específico de hacerlo de las
distintas artes es el de la singularización: la obra
de arte tiene, en nuestro tiempo, el sentido principal de una
ruptura, de una diferenciación en la cadena indistinta de
signos que constituye el universo cultural de las sociedades de
masas. Frente a la globalización comunicativa, el arte aísla,
corta, detiene, ralentiza, acelera,
invierte y subvierte. En definitiva: diferencia
la imagen, estableciendo así una pauta de autonomía
de sentidos que le hace posible seguir siendo poíesis,
producción de conocimiento y placer, puesta en obra de la
verdad y de la emoción a través de la síntesis
de lo sensible y el concepto.
El papel central de Marcel Duchamp en el arte a
partir de los años sesenta del siglo veinte radica en que,
como hoy parece ya fuera de toda duda, fue el primero en comprender:
¡en torno a 1912!, que nuestra cultura se dirigía de
forma irreversible hacia la constitución de ese universo
continuo de la representación. Después, el Arte Pop,
en el momento histórico de expansión económica
y consumista de las democracias occidentales, estableció de
modo definitivo que no hay materia para el arte distinta o fuera de
ese universo global de la representación que, a través
del crecimiento del consumo, actuaba ya como la fuerza de expansión
universalista de cultura más potente que haya conocido nunca
la humanidad.
Lo que hoy vivimos en las artes es la continuación
de ese proceso. Pero una continuación en la que todos los
aspectos mencionados se han intensificado hasta el paroxismo. El
horizonte artístico dominante en la actualidad es el fijado
en la década de los setenta por los artistas nacidos en los
treinta y los cuarenta. En estos años finales del siglo
veinte vivimos en la prolongación vital y creativa de sus
propuestas. Pero también en la transición hacia algo
nuevo.
Para mí esa novedad que se anuncia sigue
siendo un resultado de la contaminación cada vez más
intensa del arte por la tecnología. Nos encaminamos, a través
del desarrollo espectacular de los soportes electrónicos y
digitales, hacia un horizonte cultural caracterizado por la
posibilidad, digo "posibilidad", de un uso
creativo individual de la tecnología.
Si miramos al arte que se está haciendo
ahora mismo podemos encontrar innumerables ejemplos de lo que quiero
decir. Baste con pensar en la creciente utilización en las
artes de procedimientos y materiales extraídos directamente
de la publicidad, el cine o la música pop. Lo que en el
universo cultural global supone grandes empresas, trabajo colectivo,
en el terreno de las artes se configura como espacio, individual o
de grupo, de experiencias creativas. Cada vez avanzamos más
hacia el irreversible final de la función artística
concebida en términos de "maestría", de "destreza",
en conexión con la artesanía. El arte de nuestro
tiempo extrae ya todo su oxígeno de su diálogo con la
tecnología, de su capacidad para apropiarse de la formidable
potencia de representación que ésta posee y, a la vez,
para cuestionar sus derivaciones negativas, anti-humanas.
Desde un punto de vista "formal",
expresivo, y dado que la estructura del medio determina incluso la
calidad del mensaje, de las propuestas, como sabemos desde los
Formalistas rusos en el caso de la literatura, o desde Marshall
McLuhan en la teoría de la comunicación, esa
intensificación de la contaminación tecnológica
del arte está produciendo en el terreno específico de
las artes plásticas un impresionante incremento de la
secuencialidad.
¡Quien se lo hubiera dicho al gran Lessing,
que en los albores de la Modernidad, en su no tan lejano en el
tiempo Laocoonte (1766), había situado en la
inmediatez espacial de las artes plásticas su diferencia semiótica
irreductible respecto a la literatura, con su desenvolvimiento lingüístico
temporal, sucesivo...!
Hoy en día, y sin duda por el impacto
producido por la expansión de la nueva cultura electrónica
y digital, las artes plásticas registran una presencia cada
vez más acusada de lo narrativo. El lema sería algo así
como contar historias. Con palabras, con imágenes,
con bits.
Insisto en ello: la expansión y facilitación
del uso de la tecnología pone de forma creciente en manos de
individuos la capacidad de desarrollar sus potencialidades creativas
en soportes tecnológicos que hace todavía muy poco
tiempo requerían equipos o colectivos muy numerosos y grandes
inversiones económicas.
La cosa no ha hecho sino empezar, está sólo
en sus inicios. No cabe duda de que el arte del próximo siglo
dispondrá cada vez más de posibilidades de soportes y
procedimientos tecnológicos que incluso hoy, por su
complejidad y riqueza, nos pueden resultar cercanos a la "magia".
Si el uso de la tecnología y el avance en la investigación
genética nos sitúan en el horizonte de un cambio
revolucionario en la medicina y en las características biológicas
del ser humano, el arte ha comenzado ya a adentrarse, virtualmente,
en esa dirección, en ese proceso de hibridación de la
máquina con lo humano, de revitalización del hombre y
ampliación de sus límites de vida y de experiencia.
Una estrella que viene
de Oriente
Si volvemos ahora a nuestro país, podemos
advertir hasta qué punto tanto las instituciones como los
mediadores artísticos están lejos de advertir las
características y la radicalidad del proceso al que acabo de
referirme. Lo que encontramos es una inconsciencia generalizada de
esa metamorfosis radical de las artes. Aunque en algunos casos deberíamos
incluso hablar de una resistencia llena de doblez frente al cambio
inevitable. Hablo de "doblez" cuando se pretende "estar
a la última" y sin embargo se actúa como si lo
que viviéramos, otra vez, es el comienzo del siglo que toca a
su fin.
Lo que oficialmente se invoca como signo de
modernidad, por ejemplo la atención a Picasso y la adquisición
de obras suyas para el enriquecimiento de nuestras colecciones públicas,
nos remite queramos o no al pasado, en una especie de acto de
reconocimiento explícito no sólo de que vamos con un
siglo de retraso, sino de que, establecidas esas prioridades,
seguramente nos volverá a ocurrir algo similar en este futuro
que ya hemos comenzado a vivir. Las celebraciones que tuvieron lugar
para conmemorar "1898", de un nivel artístico y
cultural realmente bajísimo salvo contadas excepciones,
constituyen otra muestra de lo que quiero decir.
El "clima" institucional, orientado a
esas supuestas "recuperaciones" y celebraciones del
pasado, continúa sin favorecer el desarrollo y la expansión,
en España y fuera de España, de nuestro arte actual.
Las condiciones de trabajo de nuestros artistas, entre los cuales
están los que el futuro reconocerá como maestros de
nuestro tiempo, se hacen así bastante difíciles, y no
son pocos los que optan por instalarse fuera o, incluso, por
considerarse artistas sin nacionalidad.
Que una feria comercial como ARCO, cuya existencia
y continuidad es algo sumamente positivo, siga siendo año
tras año el mayor acontecimiento del arte en España
dice muy poco a favor de nuestras instituciones artísticas.
Sin autonomía respecto al poder político, sin
proyectos auténticamente consistentes, o sin sentido del
riesgo y de la apuesta, nuestros museos de arte contemporáneo
siguen mirando hacia el pasado, sin ocuparse de las claves de
sentido del arte de nuestro tiempo y, por tanto, sin transmitirlas a
sus destinatarios: los públicos de hoy.
Salvo excepciones, estos públicos siguen
viviendo en la confusión de ver lo ya histórico como
actual y sin poder acceder por ello al aliento vivo y problemático
de la creación contemporánea. Sin incentivos fiscales
ni un contexto cultural que propicie realmente la difusión de
lo que hacen nuestros artistas, las galerías de arte malviven
por lo general, intentando en no pocos casos suplir con entusiasmo
lo que la iniciativa pública no favorece.
Las vías para la proyección
internacional de nuestro arte de ahora son sumamente endebles e
insuficientes. A excepción de algunos nombres aislados que,
de nuevo, lo han conseguido fundamentalmente por su esfuerzo
individual, la presencia de artistas españoles actuales en
galerías, museos, exposiciones o cualquier otro tipo de certámenes
en el extranjero, es mínima, y en mi opinión no se
corresponde con la calidad media del arte que se hace hoy en España.
Las representaciones oficiales en las bienales o
muestras públicas internacionales más prestigiosas
dependen directamente de decisiones políticas, con unos
resultados desde que se instauró la democracia en España
muy por debajo incluso de los que el Franquismo supo alcanzar con su
hábil tolerancia para poder así dar la mejor imagen
hacia el exterior.
Las exposiciones producidas en nuestro país
rara vez tienen una circulación internacional, mientras que
en cambio "importamos" productos expositivos y museísticos
cuyo interés en no pocas ocasiones parece centrarse tan sólo
en el deseo de algún funcionario de parecer "estar a la última".
Tampoco en todos los años que han transcurrido desde 1975 ha
existido el menor interés por propiciar muestras o certámenes
con vocación vanguardista e internacional, que permitieran
establecer canales de comunicación de nuestro arte con lo que
se hace en el resto del mundo.
No quiero dejar de señalar, sería
una especie de cómoda huida por mi parte, la deficiente tarea
de análisis teórico y de información pública
que se registra en todo lo que se refiere al arte de nuestro tiempo.
Desde este punto de vista, puede afirmarse, con todo lo arriesgadas
que suelen ser las generalizaciones, que en este momento, en España,
no hay prácticamente una crítica de arte digna de tal
nombre.
Las elaboraciones conceptuales o las propuestas de
articulación y presentación del arte suelen, por lo
general, repetir fórmulas traídas de fuera, casi
siempre aplicadas superficialmente, y atendiendo sobre todo a las
modas, o a la defensa de intereses de grupos de presión. Las
excepciones son muy escasas. Y a veces, cuando de algunas
personalidades uno esperaría al menos una actitud de
independencia de juicio y de comprensión de las nuevas claves
de la creación, lo que se encuentra son actitudes de
docilidad y de sumisión al pasado. Es como si para afirmar el
valor de algún otro momento histórico de la creación
artística, lo que por otra parte al estar ya temporal y
culturalmente "digerido" no entraña dificultad ni
riesgo, hubiera que formular una condena tajante y llena de
desprecio hacia la creación actual.
Que no todo lo que se hace ahora es válido,
resulta evidente. Pero así ha sucedido siempre con las artes.
Y precisamente la función principal del auténtico crítico
de arte es establecer criterios de interpretación, realizar
una tarea hermenéutica, que posibilite no la mera paráfrasis
ni la "traducción", sino vías de comunicación
con las obras y propuestas. Para ello es necesario algo que,
lamentablemente, casi no se realiza en nuestro país: saber
hablar con los artistas y con sus obras. Y poseer una articulación
filosófica, un entramado conceptual exigente y autocrítico,
con el cual contrastar los análisis concretos, particulares,
como ya Diderot demandaba en sus planteamientos fundacionales de la
crítica de arte.
El problema se hace aún más agudo si
pensamos en la escasez de revistas especializadas. La heroica Lápiz
se merece una mención especial por la labor realizada durante
tantos años. Y ojalá la muy reciente Arte y Parte
consiga consolidarse plenamente. Pero no bastan. Serían
necesarias muchas más iniciativas. Y, sobre todo, plataformas
nuevas que fueran capaces de dar mucha más presencia a los
propios artistas, a la presentación y articulación de
sus propuestas y objetivos.
Por otra parte, es para mí muy dudoso que
lo que se hace en los medios generales de información pueda
llamarse propiamente crítica de arte. Lo que se encuentra aquí,
en términos generales, son instrumentos de repercusión
propagandística, meramente (in)comunicativa, que ni siquiera
consiguen habitualmente despertar el interés de un público
distinto al de los profesionales del arte.
Hay, en todo caso, un elemento en principio
positivo en esta desalentadora situación que no quiero dejar
de señalar. Me refiero a la proliferación de centros
de arte contemporáneo que ha tenido lugar en España
desde comienzos de los ochenta. Es un fenómeno singular, cuyo
máximo interés reside para mí en el proceso
informativo y la consiguiente configuración de nuevos públicos,
interesados en el arte de nuestro tiempo, que han propiciado esos
centros y museos.
Es como si, en las dos décadas finales del
siglo, se quisiera recuperar el terreno perdido durante el siglo y
medio anterior. Lo mismo que en otros aspectos de la vida española
en los años ochenta, esa creación de nuevos centros es
el mejor indicador de la voluntad de "ponerse al día"
en el terreno de las artes plásticas.
No cabe duda de que se trata de un fenómeno
globalmente positivo. De un "ajuste" institucional que
abre la vía para la eliminación de una grave carencia.
Y que ha permitido, en buena medida, "recuperar", conocer,
lo más relevante de la tradición artística
moderna y sentar las bases para una normalización en España
del arte actual.
Pero inmediatamente hay que señalar que
concurren, también, otros aspectos. Ante todo, los intereses
políticos. Los centros o museos son edificios relevantes, de
gran impacto cultural y urbanístico en la vida de las
ciudades. Estas moles de piedra y hormigón son una de las
mejores cristalizaciones del ensueño y vanidad de los políticos:
dejar una obra por la que ser recordados.
Y claro, en ello sus mejores aliados son los
arquitectos. La arquitectura museística actual pasa, en
muchas ocasiones, por encima de los objetos y propuestas que debe
vehicular, convirtiendo los edificios mismos en un acto estético,
en obra de arte. De ese cruce entre los intereses políticos y
los arquitectónicos nace el curioso predominio del "continente"
sobre el "contenido", que podemos apreciar en tantos casos
en la aún corta vida de nuestros centros de arte contemporáneo,
muchos de los cuales fueron proyectados y construidos sin la
existencia previa de un proyecto museístico o expositivo, ni
de los equipos profesionales capaces de llevarlos a cabo.
Pero hay más problemas. En el tiempo
perdido por nuestro país se fue constituyendo, en Europa y América
del Norte, un auténtico circuito institucional de presentación
y circulación internacionales del arte contemporáneo.
La red de centros que ha surgido desde los ochenta nos ha permitido
acceder a ese circuito. Pero, lógicamente, todavía en
condiciones de desventaja o inferioridad.
Los museos son hoy en el mundo complejísimas
maquinarias culturales, configuradas con criterios empresariales
fuertemente competitivos. Los centros españoles presentan
importantes deficiencias en ambas dimensiones. La mayor dificultad
es la escasez de buenos profesionales. Este factor, unido a la
rigidez y mediaciones burocráticas y políticas de las
plantillas, acentúa nuestra dependencia del circuito
internacional.
Hay que tener en cuenta, además, las graves
carencias en la presentación y transmisión de las
propuestas artísticas, que incide fuertemente en la desconexión
o incomunicación con el público, el supuesto
destinario del producto cultural "museo". El casi nulo
desarrollo de los departamentos pedagógicos o las
deficiencias de los departamentos de comunicación se unen a
los problemas de la falta de coherencia o las debilidades de los
programas museísticos y expositivos, dando como resultado una
incidencia más bien escasa y confusa sobre el público.
Todos estos aspectos confluyen, lógicamente,
en la falta de rendimientos comerciales de los centros. Teniendo en
cuenta el carácter tan sumamente restringido de nuestras
leyes fiscales sobre el arte, y la casi inexistencia de un
coleccionismo privado, tanto individual como corporativo,
comprenderemos que, en último término, el sostén
principal de los centros artísticos en España sea político.
Y que la valoración de su "rendimiento"
se establezca básicamente en términos de "beneficios
de imagen", de prestigio. Que no nos extrañe, entonces,
la tendencia a la emulación. Un dirigente polìtico o
un gobierno autonómico "no quiere ser menos que otro",
y todos desean contar con su "escaparate" artístico.
"La cultura" da buenos rendimientos electorales.
Aparte de esa dependencia directa de la política,
con sus cambiantes necesidades de "imagen", resulta obvio
que las principales carencias de nuestros museos y centros de arte
contemporáneo están directamente relacionadas con su aún
corta vida. Hace falta tiempo para que contemos con más
profesionales y mejor formados, para que las instituciones maduren y
perfeccionen su rendimiento, y para que se forme un público
que participe y sepa exigir. No obstante, aun con todas las
contradicciones y dificultades, no olvidemos que su aparición
constituye algo por fin realmente decisivo para la transmisión
pública del arte contemporáneo en España.
Así que, a pesar de que no son pocos ni
pequeños los problemas, quiero dejar bien claro que no todo
es negativo. Considero inaceptable el catastrofismo, me parece un
signo de impotencia. Aunque, como ya indiqué, menos aceptable
resulta el cinismo. Nada peor que acabar la película
recurriendo a la consabida frasecilla: "Toma el dinero y corre".
Hay en España artistas y profesionales que
trabajan con toda su entrega y honestidad para propiciar un arte
vivo y comprometido con las cambiantes exigencias de esta época
de tantas transiciones superpuestas. Yo confío en ellos.
Y, además, con la esperanza de que los
Reyes Magos sigan su estrella errante hasta nuestro pequeño
país en el viaje hacia el nuevo siglo, me arriesgo a pedirles
algunos regalos. El primero, que propicien la desaparición de
políticos y burócratas sin preparación de los
puestos de decisión, organización y gestión de
las artes. El segundo, que esa penosa enfermedad llamada "historicismo",
que mata el sentido histórico, la emergencia de lo nuevo, la
afirmación de la vida, sea definitivamente erradicada de
nuestras instituciones artísticas. Y el tercero, que esto no
se entienda como el "colorín, colorado" final de
ningún cuento. Porque la cosa no ha hecho sino empezar.