En el mundo de hoy todos experimentamos a diario la sensación de que la vida transcurre con un ritmo desenfrenado, y en no pocas ocasiones de forma caótica. Nos sentimos desbordados, arrastrados por un flujo de acontecimientos que no somos plenamente capaces de controlar, y que llevan a una curiosa expansión de la sensación de vértigo , más allá de su sentido fisiológico original de trastorno asociado con síntomas de mareo, ansiedad y pérdida de equilibrio.

   Patrick Mimran, artista francés que vive en Suiza, y con una importante y reconocida trayectoria internacional en los terrenos de la pintura, las instalaciones multimedia y la composición musical, ha concebido expresamente para su presentación en la Sala Goya del Círculo de Bellas Artes una intensa propuesta plástica, que tiene como soportes el vídeo y las fotografías de gran formato, y centrada en esa fuerza expansiva del vértigo.

   Las piezas de Mimran deslizan ante nuestros ojos una experiencia de descontrol, de caída libre . Actúan como una especie de eco del flujo incesante de imágenes que nos acompaña y se introduce, querámoslo o no, en nuestras vidas y que tiene sus dos polos más intensos en el sexo y el consumo. El hilo del deseo establece el nexo de unión de la circularidad difusa que hay entre ambos.

  

   A la vez que un campo autoritario de control e interferencia, en el que actúan las distintas instancias de poder, tiende a reprimir los aspectos transgresores del deseo, su configuración como vértigo , para llevarlo a un plano banal y de sometimiento.

   En la primera presentación de su trabajo artístico en Madrid, Mimran pone en relación, a través de sus imágenes, la experiencia del vértigo con la idea de la atracción física entre los sexos, con la dualidad hombre-mujer. En definitiva, con el sexo y sus prohibiciones en el seno de la sociedad. Pero el vértigo se ilustra en ellas también aludiendo al papel que el dinero desempeña como forma de seducción, algo que vemos todos los días y que constituye uno de los aspectos centrales de esta sociedad del espectáculo en la que vivimos.

   El carácter incolmable del deseo, su desmesura frente a la pequeñez del individuo, que sin embargo vive continuamente espoleado por su aguijón, se resuelve en el contraste de las figuritas que caen sin cesar, signos en la imagen del vértigo que nos atrapa y nos arrastra. Esas pequeñas figuras, muñequitos que nos hacen retornar a los juegos infantiles, expresan sin embargo, quizás, el último confinamiento del deseo en la sociedad de masas: su carácter banalmente fetichista, su inevitable sometimiento a la mera repetición serial.



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