José Jiménez

1.- El agua corre fluida.-

Es muy probable que Vds. experimenten el mismo impacto hipnotizador que yo sentí ante el gran grifo de Ignacio Iturria, con su descomunal chorro de agua. Ahora me sorprendo mirando, de manera automática, el círculo que forma el agua en los lavabos y comprobando cuidadosamente si las gotitas que salpican tienen cara. Es esa la fuerza de los grandes artistas, de los grandes pintores: nos enseñan a ver el mundo de otro modo.

Pero la historia del gran grifo no acaba aquí. Seleccionando en Buenos Aires una parte de las obras para esta exposición, quedé fascinado por un cuadro similar al que aquí presentamos. Era aún más grande, y su tamaño: unos tres metros de alto, me hacía imposible incluirlo en la muestra por el condicionamiento espacial de una de las salas donde ha de presentarse. Ya en Montevideo, completando la selección, le dije a Ignacio Iturria cuánto me había impresionado la obra y que, a pesar de ello, lamentablemente no iba a poder llevarla a España.

Seguimos conversando y trabajando. Y después nos separamos. Pasaron unas tres horas. Cuando fui de nuevo al taller para continuar con la selección de las obras, me encontré con el gran grifo que Vds. pueden ver aquí. Me alegré enormemente de que hubiera una obra tan parecida a la que había visto en Buenos Aires y tan sólo un poco más pequeña. Así se lo dije a Pablo, uno de los hermanos de Ignacio, a la vez que le comentaba que era extraño que Ignacio no me hubiera dicho que había otra versión del cuadro en Montevideo.

Pero Pablo sonrió y me dijo que no la había. Que al separarnos Ignacio y yo, éste había ido al estudio con él y que allí le había dejado. Al volver, unas horas después, Pablo encontró el cuadro terminado y a Ignacio limpiándose las manos después del trabajo. Impresionante.

Cuando, después, le dije a Ignacio que me había quedado literalmente de piedra al saber, y sin yo esperarlo, que había realizado la pintura en ese tiempo, sonrió y le quitó importancia. Me dijo que, ciertamente, había tenido que esforzarse para cubrir las grandes dimensiones de la tela. Pero que una vez hecho el cuadro, concebido y realizado, pasaba lo mismo que con una poesía: tú podrías volver a escribirla, aunque cambiaras alguna palabra o algún verso.

Con ser muy relevante, lo que más me interesa destacar en esta historia no son las evidentes grandes dotes de Iturria como pintor, su facilidad expresiva. Considero todavía más importante lo que transmite de la riqueza de su mundo interior, de su concentración poética en el proceso de plasmación visual de las imágenes. Ahí reside la médula del gran artista. De ahí brota su fuerza para hacernos ver el mundo de otro modo.

2. La pintura como construcción y exceso visual.-

Forma de darse a sí mismo, forma de entrega, la pintura implica hasta el fondo la mente y el cuerpo del pintor. Y no consiste en reproducir sin más el mundo exterior, sino que es construcción visual, y por eso síntesis de lo interior y de lo exterior, de lo más íntimo y de todo aquello que nuestros sentidos captan y modulan en su interacción con el mundo.

En Iturria, el primer plano de la pintura tiene un carácter físico, corporal: el cuerpo se vuelca físicamente en la realización del cuadro. Hay una morosidad artesanal en la preparación técnica y en la realización de la obra. Y hay también un exceso: todo puede ser utilizado como soporte pictórico, el impulso a pintar no conoce límites.

Se despliega, incluso, en la utilización directa de la pintura que sale del tubo y que adquiere un carácter tridimensional, toma cuerpo. En ese fluido, o segregación inmediata de lo pictórico, Iturria plasma sobre todo situaciones carnales, cuerpos que se abrazan o incluso se amontonan en su multiplicación abigarrada, llena de desmesura. A estos levísimos personajes o, en general, emulsiones inmediatas de lo pictórico, Iturria los llama "pinturitis", a semejanza de ese fluido inmediato de la escritura y la visualización que son los "graffiti".

Pero, naturalmente, no basta con dejarse llevar. Para Iturria, el "carácter" del pintor se forja en su trabajo con la forma. Algo que se concreta en la búsqueda de adecuación de la escala y el tamaño de las figuras en el formato del cuadro. Un proceso en el que Iturria pone como ejemplo a Degas. El siguiente paso en ese trabajo con la forma tiene que ver con la precisión y el detalle. En su mundo de pequeños personajes y objetos agrandados, somos capaces de advertir la expresión más minúscula, las muecas y gestos más particulares, lo que contribuye a producir la sensación de un mundo lleno de vida.

La tela, el cartón, el cartón arrugado, la madera, dan con sus distintas calidades materiales un tipo de respuesta diferente a la expansión del óleo. En esa dinámica expansiva, los cuerpos pueden resultar perforados. Hasta que la pintura llega, por fin, a la experiencia del límite en el vaciado del soporte. El agujero ocasiona una intromisión del universo externo en el espacio privativo de la pintura. Es la experiencia del vacío, la atracción del abismo. Que, en su modulación especular, acaba apareciendo como un juego sobredeterminado, de pintura dentro de la pintura.

El carácter expansivo de la pintura de Iturria llega hasta su plasmación tridimensional en los objetos. Pero no creo que, en sentido estricto, podamos hablar de "esculturas". En mi opinión, se trata de objetos pintados, o de una pintura expandida, que busca desbordar toda limitación en sus soportes materiales o en su espacialidad, desbordando así incluso la bidimensionalidad.

El propio Iturria (1995, 34) ha reconocido que su trabajo no es propiamente escultórico y ha señalado como el aspecto más indicativo de ello su mantenimiento de la frontalidad: "Todo elemento que haga, por más que se salga del cuadro o que pueda tener un volumen, siempre lo pongo de forma frontal, quiere decir que siempre mantengo una de las características de la pintura, la frontalidad. No tengo un carácter puramente escultórico".

Además del proceso de estructuración espacial, de la creación de un escenario unificado por el juego de la luz, la escala y la perspectiva, es importante en Iturria dotar a lo pictórico de una consistencia estrictamente física. Aquí la huella del llamado "informalismo" español se hace patente, pero de forma trascendida: rayaduras, raspaduras, oxidaciones, dejan ver sobre la misma superficie pictórica las huellas y efectos del paso del tiempo. De este modo, lo aparentemente más exterior conecta con lo más íntimo, con las imágenes desvaídas, pálidas, fragmentarias, que vienen a la memoria.

En todo caso, la utopía corporal, material, de la pintura tiene su último referente en la construcción plástica, visual. En el empleo de perspectivas, luces y sombras que acentúan el relieve de las figuras, sobre un fondo sumamente cuidado de texturas diferenciadas, de abigarrada pastosidad. Los juegos de perspectiva, los artificios visuales, son absolutamente cruciales en la pintura de Iturria, y contribuyen a dar a su obra una impregnación de misterio, de profundidad desvelada, que constituye uno de sus logros más importantes.

El chorro que sale del tubo, el pincel, o la espátula, establecen una comunicación profunda con la materia pictórica que supone el primer escalón de la construcción visual. El surco de la espátula sobre la carne del óleo en la tela permite fijar los límites del universo, de la representación. O proyectar el desplazamiento y la proyección de los ojos que salen de sí mismos, recordándonos de un modo palpable que el proceso pictórico es un juego de miradas, de espejos: ver y ser visto.

Los pequeños personajes que aparecen fisgando por las ventanas, el deslizamiento continuo de "mirones" (voyeurs), de figuritas que parecen sobrevolar las diferentes situaciones y escenarios, a la vez que nos miran y nosotros los miramos a ellos y nos sentimos reflejados, identificados, en su mirada, todo ello supone una consciencia explícita de que lo decisivo en la estructuración pictórica del mundo es la articulación de lo visual.

Creo que la fuente de esa dimensión en Iturria no puede situarse sino en la tradición de la pintura clásica española y muy en concreto, por ejemplo, en esa toma de consciencia verdaderamente maestra del carácter de construcción visual de la pintura que se alcanza con Las Meninas, de Diego Velázquez.

Después de mirar, sentir la devolución de la mirada y ver de nuevo. Aquello que nos queda es la pintura. Eso es lo que atraviesa de un extremo a otro las obras de Iturria: en ellas la pintura se ofrece como exceso visual, como resto, como un ir más allá de lo que ocultan las apariencias, la mirada sumisa y autosatisfecha.

3. Viaje a la infancia.-

"Hace un rato que me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez." Las frases iniciales de El pozo (1939), el relato de Juan Carlos Onetti que constituye una de las obras fundamentales de la literatura uruguaya y universal en este siglo, nos hablan también de la mirada distanciadora. De esa visión que mira las cosas de todos los días como si nunca antes hubieran sido contempladas.

Formas visuales o palabras, el arte alcanza su consumación cuando a través del distanciamiento de los registros automáticos, gastados, consigue alcanzar una percepción novedosa, insólita, de lo que nos rodea. A partir de ahí, se instaura un mundo propio. Un universo de ficción que tiene sus propias reglas y su propia trama.

El universo creativo de Ignacio Iturria gira, todo él, en torno a la cotidianeidad, a las experiencias comunes del individuo urbano, en este siglo de informaciones acumulativas. De palabras, voces y ruidos intrusos y banalizadores. Que nos impiden ver el sentido de las cosas.

Sumergiéndonos en ese mundo, Iturria intenta plasmar y comunicar con su pintura la experiencia de la vida. Las imágenes de referencia son las que nos acompañan cada día. Edificios de apartamentos. Habitaciones e interiores. Historias más o menos banales. Objetos en general dotados de vida propia. En particular, los muebles: aparadores, estantes, armarios, sofás, camas, lavabos, mesas, mesillas de noche... Todas esas imágenes están, sin embargo,. sometidas a un procedimiento distanciador que nos hace percibirlas, a la vez, como intensamente conocidas y lejanas.

Se ven con los ojos de un niño. De un adulto que no renuncia a la limpieza y la exigencia en la mirada que vuelven desde la infancia fijada en la memoria. A través del cuestionamiento de la identidad, que hace surgir todo un registro específico de imágenes: familia, parientes, fotografías, altares, siluetas, registros, huellas. Que se desplaza en aviones, barcos y trenes. Que fija, a través del establecimiento de vínculos con el mundo animal e infantil, una identificación profunda entre los seres humanos, los animales y los objetos. Que se desplaza a través del agua, el espacio y el tiempo, utilizando la pintura que tiene, también ella, un carácter fluido.

Todo eso se estructura en una trama a la vez poética y narrativa. Los cuadros y los objetos pintados de Iturria cuentan historias. Hay en ellos una secuencialidad, implícita o explícita, que tiene mucho que ver con las técnicas expresivas del tebeo (la historieta, el comic) y de los dibujos animados. En ambos casos se puede encontrar esa variante de la representación, mínima y familiar, con la que los niños de nuestra generación, la de Iturria, aprendimos a leer y a interiorizar una representación secuencial, narrativa, construida sobre la fusión de la imagen visual y la palabra, antes de que la televisión lo invadiera todo. Cuando la radio era considerada aún un objeto de culto.

Las claves últimas de sustentación de esa abigarrada trama de imágenes son: el proceso de construcción visual, el jugar a fondo, seriamente, el juego de la pintura, la aceptación de que el sentido más profundo de ese y de todo juego es la experiencia de la soledad aceptada. Y de ahí, el paso final, la pintura como ofrenda para los demás, para los otros seres humanos, y como comunicación con el cielo.

Esos son los componentes de lo que Damián Bayón (1994) llamó el "mundo Iturria". Los elementos cartográficos para levantar el mapa de un territorio pictórico acentuadamente antropocéntrico. En el que, ya sea a través de la presencia o de la ausencia, el problema principal es la representación de la figura humana. Con sus miedos, deseos y alegrías. Con su soledad radical y constitutiva.

Después de su larga estancia en España, en Cadaqués, indica Iturria (1995, 32) que lo primero con lo que se encontró al volver a Uruguay fue la cotidianeidad: "La cotidianeidad te hace resurgir, te hace empezar a revalorar tu mundo personal, tu propia identidad. Al estar dentro, entonces empiezan a cobrar sentido los muebles, las sillas y te empezás a enganchar con otra época de tu vida donde había existido espontáneamente ese enganche con los muebles."

Naturalmente, esa época a la que se alude no es otra que la infancia. Pero lo que alcanzamos así a comprender es de gran importancia: el viaje físico de ida y vuelta, de Montevideo a España y de nuevo a Montevideo, se dobla con el viaje interior, a través de la memoria, que permite el reencuentro, a la vez próximo y diferente, con lo más familiar.

Algunas categorías de análisis acuñadas por Sigmund Freud pueden resultarnos en este punto de gran utilidad. Para entender, en primer lugar, que Ignacio Iturria es un pintor "de interiores" en un sentido doblemente determinado, sobredeterminado. Sus obras nos sitúan siempre dentro de la casa, de la casa familiar. Incluso cuando salimos fuera: edificios, trenes, barcos, aviones. La casa es, simultáneamente, la casa de la memoria.

Por eso puede afirmarse, como perspicazmente señaló Damián Bayón (1994), que una "esencial intimidad" es la clave de su obra. Lo que da continuidad expresiva a su trabajo, independientemente de sus diversas modulaciones y soportes.

Por otra parte, ese proceso de retorno a lo familiar viniendo desde otro mundo, en el espacio y en el tiempo, tiñe el universo de Iturria de una dimensión espectral, a la vez nostálgica y tenebrosa, que nos conduce a la percepción de objetos y lugares como algo siniestro. Freud nos dice que lo siniestro hace su aparición cuando algo cotidiano y familiar se manifiesta de improviso como insólito y distante.

La presentación de lo más familiar desde un prisma insólito, inesperado, es un rasgo recurrente en la obra de Iturria. En la que, por tanto, percibimos con frecuencia un cierto halo, una cierta connotación siniestra, que nos remite a los territorios más lejanos de la imaginación y del recuerdo. Es como si alguna pieza, sin que sepamos muy bien ni siquiera de cuál se trata, no encajara plenamente en el orden habitual de las cosas.

Y, sin embargo, en ese vaivén de la memoria, similar a las mareas acuáticas, el drama queda siempre contenido, la situación no deriva en ningún caso hacia el desgarramiento. Porque, aunque a la vez muy lejos del sentimentalismo autocomplaciente, todos los personajes, objetos y situaciones de la pintura de Ignacio Iturria son contemplados desde la ternura.

Es en ese punto donde se sitúa la mayor distancia del universo plástico de Iturria respecto al mundo desesperanzado y nihilista de Juan Carlos Onetti. A la vez que se apropia de nosotros y nos sorprende con su halo insólito, con su giro inesperado, la pintura de Iturria nos llena de una fuerza renovada, de una sorprendente autoconfianza.

En el fondo, se trata de una recuperación, de un retorno del sueño infantil de omnipotencia, a través de la memoria y la imaginación. A pesar de que esa vertiente conduce también a la autosuficiencia del niño, a su enclaustramiento en un mundo privado, solipsista, en Iturria la ilusión de poder ser capaz de todo en el juego de la pintura se configura como una forma de compartir, e incluso de ofrecimiento. Un elemento fundamental es la idea de respeto, de consideración hacia los otros, siempre a través de la pintura.

Iturria habla, explícitamente, de la necesidad de la esperanza y de la fe, y no sólo en un sentido religioso. Esperanza en que las cosas mejorarán, fe en que lo auténticamente positivo acabará abriéndose camino. Naturalmente, esos aspectos se aplican de un modo primordial al compromiso con la propia obra. Un artista que no cree hasta el fondo de sí mismo en lo que hace, difícilmente llegara a plasmar nada importante. En Iturria destaca la convicción en el trabajo propio, la creencia y persistencia en el valor de la propia obra. En ese sentido, él mismo alude al ejemplo de Pablo Picasso.

Habría que hablar propiamente de utopía. Que, como señala Ernst Bloch, inicia su vuelo siempre a partir del territorio más oscuro y desesperanzado. De la utopía de una persistencia de la infancia en el arte, a pesar de la asunción convulsiva y luego tranquila de la madurez. Y desde esa utopía: seguir siendo niños, ser capaces de cuestionar el orden habitual de las cosas. Porque utopía, además de fabulación de un no lugar, es en primera instancia negación de lo existente, rechazo del mundo establecido.

Con la precisión del detalle, que fija sus mínimos gestos o muecas, los habitantes de este territorio sin lugar parecen flotar en un sueño. Aunque, siendo más precisos, habría que hablar de ensueño. Si es verdad que en ocasiones podamos pensar en pesadillas, incluso en sueños angustiosos, los personajes de Iturria se relacionan más con el soñar despierto, con la fantasía diurna, que tiene un papel tan decisivo en la actitud de rebeldes, inconformistas, poetas o filósofos. Porque el ensueño deriva de modo directo de nuestro asombro frente al mundo. De la pregunta de por qué, en lugar de no ser, las cosas son. Del cuestionamiento acerca de por qué son así, y no de las otras muchas maneras posibles.

Aun cuando a veces parecieran caer, los personajes de Iturria siempre suben, ascienden, encarnando así una dinámica ascensional, de utopía, de esperanza. En sí mismos y en los demás Y eso a pesar de que el punto de partida de su movimiento sea casi siempre una experiencia de soledad perpleja.

La dimensión tiempo: la retención estética del instante de plenitud o de incertidumbre, plasmado en la obra como presente activo y constante, desempeña un papel fundamental. Los personajes emergen del mundo del juego, en el reflujo de la memoria, potenciado en cuadros y objetos hasta el infinito. En el juego de la pintura, todo se hace viable, con las mismas piezas del recuerdo retenido desde la infancia y sometido a la rueda sin fin de las metamorfosis de la imaginación.

En el "universo Iturria", todo es posible. Los objetos cobran vida propia y adoptan formas animales. Los hombrecitos con cara de sorpresa pueden convertirse en pájaro o en elefante. Los animalitos, en seres dotados de inteligencia y comprensión del drama humano. Los soldaditos, en signos del misterio y de la soledad del juego. Los ciclistas de juguete, de goma o plástico, pintados de brillantes colores, o incluso su mera sombra, corren con nosotros una carrera, una prueba, que lleva en su meta hasta el cielo, como en la rayuela.

4. El protoplasma incorporativo del americano.-

Pero volvamos de nuevo a los múltiples factores que sobredeterminan la plasmación de un universo plástico propio en Ignacio Iturria. Que sea un artista uruguayo, latinoamericano, implica que en su obra toma cuerpo un complejo entramado de síntesis, de entrecruzamientos.

Con su profundo conocimiento del arte universal, Ángel Kalenberg sostiene que la dinámica del arte en América Latina se caracteriza por la capacidad de apropiarse de todas las "formas" generadas en otros contextos culturales, pero cambiando y subvirtiendo sus "sentidos". Esa dinámica de apropiación subversiva es consustancial al proceso de formación de un lenguaje propio en Ignacio Iturria.

El primer "cruce" tiene que ver con la figura del padre que, en este caso, transmite la imagen mítica, como relato de sentido trascendente, de las raíces familiares, fundida con el empleo de la pintura como su mejor o más importante vía de plasmación. El propio Iturria (1995, 29) lo ha recordado al ser preguntado por sus primeros contactos con la pintura: "Cuando vivíamos en el Cordón, en una casa con patio con claraboya, de dos pisos, y en las paredes mi viejo había pintado escenas del País Vasco, de los antepasados, esa fue la primera impresión."

Siendo la pintura, en su origen, un arte "europeo", Iturria decide viajar a Europa, a España. El viaje a la raíz de la pintura se funde con el viaje a la raíz familiar. Y con el viaje a lo mejor de la cultura española del siglo XX: la figura del gran poeta Antonio Machado se superpone a la imagen del padre. Resulta curioso, no obstante, que en lugar de establecerse en el País Vasco, la tierra de sus antepasados, Iturria eligiera Cataluña, Cadaqués, donde viviría entre 1977 y 1985.

En esa hermosísima villa del Cabo de Creus, que atrajo también a algunas de las personalidades más significativas del arte de nuestro siglo, como Pablo Picasso, Salvador Dalí o Marcel Duchamp, entre tantos otros, Iturria se empapó de la luminosidad mediterránea. De sus propias manifestaciones, trasciende que se trató de un periodo sumamente feliz, donde todo fue sencillo. Una especie de pequeño paraíso.

La exaltación intensa del blanco transmite mejor que nada esa sensación de bienestar, que impregna la pintura de Iturria en el paso de los setenta a los ochenta. En ese blanco espejo de la pureza, de la transparencia, trasunto de la intensa luz mediterránea, la mujer: la esposa y la madre, ocupa el centro de gravedad de la obra. Pero a pesar de las grandes diferencias estilísticas y de sentido con lo que acabará siendo su lenguaje maduro, se advierten ya en las obras de este momento dos aspectos que serán también decisivos en el itinerario posterior: la gran destreza en la estructuración geométrica del espacio y la importancia que se concede a la soledad del personaje.

En los años inmediatos, Iturria se apropió de la tradición pictórica española y, lógicamente, estableció una comunicación con los artistas contemporáneos. El grupo Dau al Set y el, para mí, mal llamado "Informalismo" se convierten en referentes de su trabajo. Digo que Informalismo me parece y me ha parecido siempre una categoría teórica y crítica inconsistente, porque la ausencia de figuración no implica en ningún caso ausencia de forma. Sea como fuere, la huella y la presencia, integrada, trascendida, de Antoni Tàpies o de Antonio Saura, entre otros, pueden sin duda apreciarse en esos momentos iniciales de la obra de Ignacio Iturria, en la que no dejan posteriormente de operar como trasfondo.

Habrá que esperar, no obstante, a la vuelta a Montevideo para que Iturria alcance un lenguaje propio, su madurez expresiva. La síntesis surge de un contraste: Cadaqués y Montevideo, la luminosidad mediterránea y la luz tamizada, difusa, plomiza, de la capital uruguaya.

Si España significaba un viaje a los orígenes, Uruguay se llevaba dentro, en el subconsciente: "El Mediterráneo tiene una tradición luminosa, es un concepto diferente al que puede ser el nuestro. Al Uruguay yo lo veo metido más dentro de la cosa cotidiana, de una cosa más sobria, poco luminosa. El mar marrón de alguna manera está presente en el subconsciente" (Iturria, 1995, 31). Con lo que, de nuevo, volvemos a pensar en Juan Carlos Onetti, en el denso cromatismo oscuro de sus narraciones. Pero también en su ironía punzante, en su intenso sentido del humor.

Ese rasgo: el sentido del humor, la ironía aplicada antes que a nadie a uno mismo, lo he percibido como un rasgo característico de la cultura uruguaya. En la obra de Iturria aparece una vez y otra en las expresiones de sorpresa y en las situaciones ridículas en que se ven envueltos sus personajes. Transmite una condición existencial que parece provenir de un necesario "ajuste de cuentas" con todo tipo de retórica grandilocuente. Algo que los nacionalismos conservadores han convertido en práctica habitual en América Latina.

En Iturria despunta, en cambio, el amor por las cosas sencillas. Por ese antihéroe platense, por ejemplo, el alguacil de juzgado Ulises Pérez, un personaje que Iturria toma de la novela del escritor uruguayo contemporáneo Napoleón Baccino Ponce de León Un amor en Bangkok (1994). Ulises Pérez es un perdedor que se esconde en el cuarto de baño para fumar "como Humphrey Bogart", algo que la familia y los compañeros de trabajo le prohiben severamente tras haber sufrido un segundo infarto.

El viaje: físico y mental, de ida y vuelta, entre América y Europa es un rasgo recurrente en las muy distintas vertientes del arte de América Latina, que favorece su potencia de hibridación, la fuerza de su mestizaje, su capacidad de integración universalizadora. Lo que el gran José Lezama Lima (1957, 183) llamó "esa voracidad, ese protoplasma incorporativo del americano".

Es un rasgo característico de los artistas uruguayos, empezando por el pionero Juan Manuel Blanes (1830-1901), el magnífico pintor autodidacta del diecinueve que da inicio a la tradición plástica del país oriental. El viaje de ida y vuelta tiene también una importante función en los tres nombres más significativos del arte uruguayo en la primera mitad de nuestro siglo: Pedro Figari (1861-1938), Joaquín Torres-García (1874-1949) y Rafael Barradas (1890-1929). Estos dos últimos, particularmente ligados a España.

Huyo como de la peste de ese lenguaje crítico banal que trata de explicar la obra de un artista a través de las influencias recibidas. Pero sí creo, en cambio, importante identificar el proceso de continuidad en las formas que nos permite apreciar cómo un artista cristaliza su propio lenguaje en comunicación con la tradición recibida, a la que él es plenamente fiel sólo cuando la trasciende.

Si en ese diálogo subterráneo la obra de Iturria no habla, al menos hasta el momento, con la de Rafael Barradas, su comunicación con Figari y con Torres-García es bastante significativa. En relación con este último hay que situar la transposición de su estructura constructiva, algo que se advierte en el orden interior de articulación del espacio que caracteriza todas las obras de Iturria.

Y quizás, también, en otro aspecto menos evidente a primera vista. Me refiero a la proliferación expresiva de Iturria, a ese impulso a pintarlo todo, a apropiarse de cualquier soporte, eco a la vez de un cierto horror al vacío, del miedo a la desintegración que este conllevaría, y de esa acumulación de imágenes en la cuadrícula constructiva de Torres-García, que parece eliminar el vacío plástico como mero signo de cansancio o distracción.

Hablando estrictamente de Iturria, se trata de una cuestión bastante central y que, además de en sus obras, se percibe al entrar en su taller. Iturria ha señalado que el cuadro solitario queda como aislado, descontextualizado, del universo al que pertenece. En sentido contrario, el amontonamiento y superposición puramente accidental de las obras en el taller permite un juego interactivo entre ellas y el pintor, que se convierte así en espectador sorprendido de su propio trabajo. Amontonadas o superpuestas, las pinturas dejan ver fragmentos insólitos que, a su vez, desencadenan incitaciones para nuevas obras. No hay muros, ni lienzos, ni maderas, ni cartones, ni papeles, vacíos. Todo se ocupa en el gesto expansivo, apropiativo, de la pintura.

Ese taller, configurado por el abigarramiento, el exceso y la acumulación, es igualmente un signo de la voluntad de no perder nada, de guardarlo todo, de coleccionar. Un signo de un (añorado) mundo sin pérdidas, expresión de la voluntad utópica de la integración y la acumulación sin fin. Algo que nos remite, una vez más, a la infancia, al deseo del niño de conservar y apropiarse de todo lo que le rodea. Iturria (1995, 35) ha hablado del "desorden provocativo" de su estudio. Lo que provoca es esa incitación personal a la creación que despliega la continuidad expansiva de su trabajo. Pero todo ello es, también, un signo de su carácter, de su generosidad abierta y activa, acumulativa con las obras, cosas y objetos, respetuosa con las personas.

El diálogo con la obra de Pedro Figari es de otro tipo. A diferencia de los espacios abiertos tan característicos de Figari, la pintura de Iturria es, como ya señalé, en una serie de sentidos convergentes, pintura de interiores y, además, de temática casi exclusivamente urbana: casas, edificios, medios de transporte, interiores y objetos domésticos, juguetes... El empleo del color tambien es bastante diferente en ambos.

Y, sin embargo, hay una intercomunicación asimilativa en el sentido de la escenificación y articulación de los personajes, que en Figari aparecen siempre como actores de un ritual o de un drama existencial, y en Iturria como personajes de una trama tejida con la memoria y la imaginación. También puede encontrarse en Figari, en el paisaje abierto de la pampa, la figura cercana del animal solitario, tan relevante en el "mundo Iturria".

Pero me gustaría indicar aún un último aspecto de "esa voracidad incorporativa del americano", de que hablaba Lezama Lima, y que en Iturria, en su capacidad universalizadora de integración, se manifiesta de un modo ejemplar. Hablaría en este caso no tanto de continuidad de las formas, como de correspondencia en la imagen, haciéndome de nuevo eco de Lezama Lima, aunque refiriéndome ahora a otro aspecto de su pensamiento.

Se trata de esa sintonía interior que se produce entre obras literarias, musicales o artísticas, sin que tenga que existir un previo conocimiento mutuo, y que muestra intensas analogías entre ellas, más allá de las diferencias culturales, o de tiempo y espacio. Una correspondencia en la imagen como ámbito de modulación de las dimensiones más profundas del pensamiento, la sensibilidad y las representaciones humanas.

En ese ámbito, yo encuentro una resonancia acentuada entre las obras de Franz Kafka e Ignacio Iturria. A Kafka no le hace justicia el banal adjetivo "kafkiano". Frente a una visión más tópica, además del profundo desgarramiento trágico de su escritura, hay en su obra una presencia de la ternura y del humor como forma de compartir, que permite establecer una significativa correspondencia con el mundo plástico de Ignacio Iturria.

Entre 1917 y 1918, Franz Kafka fue anotando una serie de meditaciones editadas después de su muerte con el título Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero. En una de ellas, podemos leer: "El camino es infinito, no hay nada que quitar, nada que añadir y, sin embargo, cada uno agrega todavía su propia vara infantil." (Kafka, 1917-1918, 33).

La obra y la vida de Kafka se caracterizan por una voluntad de seguir manteniendo aquellos ideales y exigencias que fijamos cuando somos niños, y que en la mayor parte de las casos se abandonan al hacernos adultos, como una forma de ser "realistas", de establecer una aceptación pragmática de "la realidad". El niño, en cambio, es exigente y rechaza de un modo tajante la mentira.

El niño Kafka es el que establece esa autoexigencia sin fisuras que se proyecta en toda su vida y en su obra. Que resuena intensa y acusadoramente en la terrible Carta al padre o en La condena. Kafka no dejó nunca de mirar el mundo con ojos de niño. El 24 de diciembre de 1911, anota en su Diario: "De niño tenía miedo, y si no miedo, una sensación de incomodidad cuando mi padre, como solía hacer a menudo en su cualidad de hombre de negocios, hablaba de 'final de mes' o de 'a últimos'. (...) así la expresión 'fin de mes' fue siempre para mí un desagradable misterio, al que se añadió, cuando presté mayor atención, la expresión 'a últimos', aunque jamás con una significación tan destacada." (Kafka, 1910-1923, I, 180).

La persistencia de la vara infantil, como forma de mirar y de "medir" el mundo, de exigir en definitiva frente al conformismo adulto, está en la raíz de las metamorfosis, de las transposiciones en los pequeños seres y animalitos que pueblan el universo literario de Kafka: perros, insectos, ratones, monos... En esos espejos diminutos, la mirada crítica muestra la falsedad, la prepotencia y el carácter destructivo de las pasiones humanas. Y lo hace sin sentimentalismo y, a la vez, con una actitud de compasión en el sentido más profundo de la palabra. Con la consciencia de que lo que verdaderamente nos une como seres humanos es la experiencia del sufrimiento compartido.

Desde unos presupuestos distintos, y en un contexto también diferente, la obra de Ignacio Iturria está atravesada por un sentido similar de la compasión. No sólo hacia las personas, también hacia los animalitos y las cosas. Su trabajo opera en los márgenes de una poética de lo pequeño, de lo ínfimo, que en su dimensión sutil nos conduce hacia los espacios de levedad estética que constituyen uno de los rasgos decisivos del arte de nuestros días. Un arte en el que cada vez va quedando menos lugar para lo solemne o lo pretencioso, con toda su carga de autoritarismo.

Los personajes de Iturria son seres y objetos empequeñecidos por la acción de la memoria y la imaginación. Los hombres son siempre "hombrecitos"; las mujeres, "mujercitas". Que, en cambio, contrastan con las dimensiones gigantes, fuera de escala, de los objetos. Es el resultado, obviamente, de seguir mirando como un niño a través de los ojos de la pintura. Para el niño los objetos tienen unas dimensiones siempre mayores, aumentadas, en referencia a su propio cuerpo.

El niño, incluso, ve las cosas desde ángulos y perspectivas que ya de adultos se hacen imposibles, como hace notar el propio Iturria (1995, 32): "Hoy vemos la mesa desde arriba, pero cuando eras chico la veías de abajo y ahí había todo un espacio, todo un espacio plástico".

Hay, además, otro aspecto a tener en cuenta del que encontramos una clave interesante en La ciudad sin nombre, el hermosísimo libro de texto manuscrito y dibujos publicado en 1941 por Joaquín Torres-García. En él, podemos leer: "Voy por la ciudad. Su perspectiva no corresponde a la de otras ciudades. Hay que modificar las dimensiones. Lo que en otras es ancho, aquí es alto. Esto la hace más sombría." Esa ciudad sin nombre, y donde lo alto predomina sobre lo ancho es, obviamente, Montevideo.

Aparte de la indicación de un cromatismo sombrío, oscuro, que como ya señalé también tiene su eco en la obra de Iturria, la visión constructiva de Torres-García nos advierte sobre otra característica central de la capital uruguaya: su elevación. Paseando por Montevideo, uno advierte de forma inmediata que en las viviendas antiguas los pisos tienen una altura desmesurada, llegando hasta los cuatro o cinco metros. Hasta el punto que en reformas actuales es corriente habilitar dos pisos a partir de uno antiguo.

La vivienda familiar, de niño, de Ignacio Iturria era uno de esos viejos caserones transformados en casas de vecindad. Así que el tamaño de las habitaciones y la altura de los techos, que contribuyen a dar una configuración espacial tan característica a su pintura, deben también ponerse en relación con esa experiencia seminal de la niñez.

En ese enorme, desmesurado, territorio del juego, el niño encuentra su identificación con los pequeños objetos y con los juguetes, diminutos como él. Los muebles se convierten en la orografía del paisaje de ensueño, en las montañas a explorar o en los lugares donde ocultarse y buscar refugio, sobre todo de la mirada adulta. A las piezas del juego no sólo se les confiere vida propia, sino que se les hace experimentar las metamorfosis de la imaginación. Con lo que encontramos un nuevo paralelismo con Kafka: "cuando eras chico vivías mucho adentro de la casa y jugando a los soldaditos y a los distintos elementos que introducías arriba de los muebles, los transformabas en dinosaurios, los transformabas en bichos, jugabas abajo de las mesas." (Iturria, 1995, 32).

Ese juego, solitario y ensimismado, no es banal. En él, el niño hace sus primeras experiencias del riesgo, de la posibilidad continua de la caída y del fracaso, del dolor. Lo que hace que la obra de Iturria, en la que la ternura ocupa un espacio importantísimo, no derive nunca hacia el "ternurismo" o la "sensiblería" es, precisamente, que el juego: su recuperación en el recuerdo, vivir, pintar, se asume seriamente. A fondo. Con todas sus aristas.

En la editada como número 1 de las Consideraciones, de Kafka, leemos: "El verdadero camino va por una cuerda que no ha sido tendida en lo alto, sino apenas sobre el suelo. Parece destinada más a hacer tropezar que a que se camine por ella." (Kafka, 1917-1918, 30). El filo de la exigencia infantil es siempre cortante, despiadado. En el juego, lo damos todo, nos lo jugamos todo. Nos va la vida en ello. En ese juego nos balanceamos. Deslizándonos una vez y otra hacia el abismo. Asumiendo el salto en el vacío. Siempre a punto de caer. Náufragos en la botella. Colgados en el alambre.

5. ¿Quién soy yo...?.-

Además del juego de la imaginación, la otra gran potencia creativa en la pintura de Iturria es la memoria. Unificadora de los recuerdos, siempre fragmentarios y volátiles, la memoria construye un entramado, una especie de tela de araña, que remite al trasfondo de todo lo que se vive como experiencia, presente y futura, y es fijado en el espacio de la representación. No sólo para ser visto, también para ser recordado.

En ese espacio brota la pregunta radical, que todo ser humano se plantea con intensidad mayor o menor, y que en el arte de Ignacio Iturria es absolutamente constitutiva. La pregunta de las preguntas. ¿Quién soy yo?. La pregunta por la identidad.

En su raíz más primaria, aparece la trama familiar: yo soy la familia. Aquella de donde provengo, la que constituyo, y la que derivará de mí. El individuo es una pieza, eso sí: única, un eslabón de una cadena de relaciones consanguíneas y de afinidad que van dando forma a las experiencias centrales de la vida: nacimientos, aprendizaje en la escuela, adolescencia, matrimonios, hijos, nietos, muerte. El ciclo vital como circularidad de la existencia, como permanencia del ser en el trasfondo del devenir.

Luego vienen los países y las historias, los desplazamientos humanos y la voluntad de echar raíces, de asentarse. España constituye un telón de fondo, un origen que, a través del viaje del padre, encuentra su prolongación en Uruguay. El hijo que vuelve al país del padre cierra con su retorno el círculo de la vida hecha tiempo. Yo soy Uruguay porque soy España. Y por eso el viaje, el nomadismo, sólo termina al asentarse definitivamente en Uruguay.

Finalmente, en un tercer plano, yo soy la historia convulsa de América Latina, y de España en el recuerdo y la raíz. La historia de las guerras fratricidas, las dictaduras, el sufrimiento humano, los muertos con violencia, los desaparecidos. Los que ya no están siguen vivos en la memoria. A través de su muerte se produce la regeneración de la vida. Muerte y vida tienen, así, una fluida continuidad en la tierra.

Esta dimensión existencial dota a la pintura de Iturria de un sentido de trascendencia y compromiso con los seres humanos que considero sumamente importante. Los personajes de sus cuadros y objetos pintados: solitarios o miembros de un universo colectivo, plantean siempre la cuestión de la identidad, entre la individualización y el anonimato.

En los cuadros de grupos, encontramos un procedimiento formal que se aproxima a la recreación pictórica del mosaico. El lienzo se llena con pequeñas piezas, como teselas, cuyas faltas o huecos permiten ver el efecto inacabado, la imposibilidad de terminar o consumar plenamente la obra. A la vez, las piezas singulares se integran en el todo. Uno y muchos constituyen una unidad que es, al mismo tiempo, signo de identidad colectiva y de anonimato.

Por otra parte, esas teselas pictóricas son también registro en el lienzo de la huella y el aura de la fotografía, en su vertiente personal: de retrato. La foto de carnet o la foto del álbum de recuerdos. Por ello, vistas desde el ahora, las imágenes adoptan el colorido apagado, gris o marrón, que el paso del tiempo imprime en las viejas fotografías. Un colorido que coincide también con el que la memoria filtra los recuerdos del pasado.

Todo forma un entramado, una tela de araña imaginaria. Las líneas que unen las pequeñas imágenes-fotografías: sombras pintadas o efecto del rasgar de la espátula, forman una retícula, una estructura, imposible de percibir desde la soledad monádica, autosuficiente, de cada personaje, pero perceptible en cambio para un espectador externo.

El efecto de paso del tiempo sobre la imagen de las personas se acentúa aún más con la superposición sobre el mosaico de retratos de la sombra y silueta de lo no humano próximo, vestigio de la experiencia vivida, aquello que nos acompaña y filtra el recuerdo de los otros. Esas sombras son, en Iturria, las mismas de su universo infantil, de sus juegos y ensueños: elefantes, cebras, sofás, aviones...

Los cuadros se convierten entonces en conjuntos de pequeñas estampas votivas del pasado, en exvotos, que invocan a los otros: a los más próximos y a los que nunca conocimos, pero comparten plenamente con nosotros goces, sufrimientos y deseos, la experiencia de humanidad.

Tanto las pinturas como los objetos: mesas y mesillas de noche, con retratos, sombras y huecos, deben ser considerados elementos de altares o propiamente altares, que cumplen en nuestro presente la función de evocar a los demás, los que viven junto a nosotros y los que ya se fueron, en la común condición de seres humanos.

Pero ese registro brota de las raíces más originarias del arte, de su función de evocación de los muertos, de los desaparecidos, de los ausentes. Una función que en la aurora clásica del mundo griego antiguo iría dando paso, poco a poco, a la emancipación de la forma plástica. A la autonomía de la representación, de la imagen artística, respecto al ritual.

Lo que sucede es que, en su trasfondo, esa derivación del ritual, de la ceremonia de evocación del otro, que es también nuestro doble, sigue operando activamente en el arte de mayor exigencia. Y de un modo particularmente acusado y relevante en la obra de Ignacio Iturria.

6. Para llegar al cielo.-

Hay muchas imágenes y elementos que subrayan esa concepción ritual de la pintura en Iturria. Para él, pintar es como una ceremonia. El lienzo se identifica con el cielo, ante el cual el pintor, como una figura orante, levanta sus brazos para dar paso a la aparición de las formas.

El trabajo del pintor requiere no sólo técnica y, desde luego, concentración y entrega. Exige, incluso, preparación, adecuación física y mental al acto de pintar, que supone un corte absoluto con cualquier otro elemento del mundo exterior, con toda forma de dispersión o distracción. Ese "encerrarse en la pintura", tan característico de Iturria, que pierde la noción del tiempo mientras trabaja, llega a suponer una forma de privación bastante cercana, por ejemplo, al ayuno que se practica como vía de preparación para tantos rituales.

Iturria dice que, igual que en el fútbol, no se pinta bien con la tripa llena. Por eso, es normal que pase horas y horas pintando, sin comer. El fútbol, al que él es tan aficionado, no sólo es un juego, sino un juego particularmente "ritualizado". Sobre todo cuando se juega con amigos y compañeros, con los que se experimenta esa dimensión profunda que aparece siempre en todo ritual: compartir.

Hay, por tanto, en Iturria un nexo profundo entre el acto de pintar y un círculo unitario de sentidos integrado por la oración, el ritual y el juego. El anagrama visual más intenso y expresivo de ese círculo es la figura del pintor con los brazos levantados, representado con camisa blanca. Obviamente, es un autorretrato. Pero, en el plano de la continuidad de las imágenes del que ya hablé más arriba, se trata a la vez de una figura que nos lleva directamente a la del personaje central de Los fusilamientos del 3 de mayo, de Francisco de Goya.

Esa continuidad en la imagen no sólo muestra la persistencia y apropiación de la tradición pictórica española en la obra de Ignacio Iturria, sino también y es lo que me interesa destacar ahora, el paralelismo que así se hace explícito entre la dimensión sacrificial de su pintura y ese otro gesto del hombre ante la muerte, a punto de caer por el impacto de los fusiles. La pintura aparece así como una forma de darse, a los demás y por los demás, como una forma ceremonial de sacrificio. El pintor se convierte en un nuevo Cristo que sostiene con sus brazos en cruz a toda la humanidad.

Es, por otra parte, algo a poner en relación con la dimensión religiosa, bastante profunda, aunque lógicamente no tiene por qué aparecer en una forma superficialmente explícita, que caracteriza toda la obra de Iturria. Comentando su fascinación por la forma de los aviones, que vuelan por todos los cielos de su pintura, Iturria me dijo: "Al fin y al cabo, el avión es una cruz." Agregando seguidamente: "Y además está en el cielo."

La cruz es, en sí misma, símbolo de un sacrificio. Nada menos que del sacrificio de dios hecho hombre, para redimir al género humano de su pecado y consiguiente caída. El pintor de camisa blanca y brazos levantados forma el signo de la cruz hacia el cielo. Intentando hablar con el cielo por todos los seres humanos que vivimos en la tierra.

El pintor, el personaje solitario, que levanta sus brazos encaramado al techo en el último piso de la escuela, en el cielo del mundo, acaba siendo la expresión mejor definida del juego que Iturria nos propone. En el fondo, se trata del juego de la soledad.

La sensación de melancolía, o incluso de abatimiento, que producen algunas pinturas de Iturria, a pesar de su voluntad ideal de elevación, de su apuesta por el ser humano, tiene que ver sobre todo con el papel que la soledad juega en su obra.

Intentando subir o elevarse, los personajes colgados o balanceándose, están solos. Los interiores desolados, despoblados, transmiten a través de la ausencia humana de un modo particularmente dramático la experiencia de la soledad. Para no hablar de los personajes metidos en las botellas, que con su mirada nos llevan a sentirnos en ese interior translúcido del que no hay salida posible. El primero de ellos es el propio Iturria.

En las botellas va el mensaje del náufrago, perdido en la más remota de las islas de la memoria y el tiempo. Un mensaje que se confunde con el propio personaje, embutido y apenas saliente. El hombrecito o la pequeña mujer emergentes, inscritos en la botella, con su llamada de auxilio por medio de su mirada perpleja para escapar de la irreparable soledad, mueca de la angustia irreprimible.

La cuestión decisiva es que eso que las personas tan difícilmente soportan constituye la dimensión más profunda de la capacidad creativa del individuo humano, ya se encarne ésta en cualquier dimensión del pensamiento o en cualquier arte. Como ya he indicado en otras ocasiones, el arte es una de las formas supremas de aprendizaje de la soledad.

Por lo tanto, eso es algo que un artista ha de asumir casi como un planteamiento previo en su proceso de maduración. En la costumbre de aislarse en sus juegos infantiles, de ir, según la expresión con que contestaba a su madre, "a las cosas mías", Iturria (1995, 29) sitúa "un principio muy importante para el encuentro contigo, que es lo más sustancial para poder trabajar, porque en el fondo la soledad es la constante."

En el fondo, ya adultos, muy pocos seres humanos saben jugar. Porque muy pocos saben y aceptan estar solos. Ahí reside la grandeza del arte: en permitirnos establecer un hilo de comunicación entre nuestra capacidad infantil de jugar y su prolongación en el universo adulto de la imaginación y la memoria. No sabe jugar quien no sabe estar a solas consigo mismo.

Lo que para el niño es espontáneo, para el adulto es casi siempre un arduo proceso de conquista. Un tortuoso camino que exige romper con la mentalidad productivista y calculadora. Sólo las mentes más abiertas son capaces de alentar la utopía del juego, el vislumbre de un territorio no roturado según las férreas normas del "principio de realidad", de buscar ese "oasis de felicidad" (Fink, 1957) que convierte el vivir en un ejercicio creativo.

Nadie dijo que fuera fácil o sencillo. Lo peor es la sonrisa autosatisfecha del idiota que cree vivir en el mejor de los mundos posibles, en un mundo que no necesita cambios. Los personajes de Iturria transmiten la insatisfacción consustancial al ser humano, el deseo de mejorar, de avanzar en la aventura de la vida. Y lo hacen jugando, tomándose en serio el juego, algo que en la pintura alcanza su máxima proyección, porque en ella todo es posible, cualquier idea, incluso la más peregrina toma cuerpo, se hace realizable, "la vemos" con nuestros propios ojos.

Se trata, en el fondo, de jugar juntos. De aprender verdaderamente a compartir, como sólo los niños son capaces de hacer. Eso, que constituye la médula más profunda del universo plástico de Ignacio Iturria, es lo más difícil. La tarea que entraña más riesgos. Porque saber compartir o jugar con los demás implica como condición previa saber estar solo consigo mismo. Aprender que, en el fondo, en las situaciones cruciales de la vida: el nacimiento, el amor, la muerte, estamos inevitablemente solos.

Referencias.-

- Damián Bayón (1994): "Anverso y reverso en la obra de Ignacio Iturria", en el Catálogo: Iturria. Soñar con los ojos abiertos; fundación praxis, Buenos Aires, 1994.

- Eugen Fink (1957): Oase des Glücks - Gedanken zur einer Ontologiedes Spiels; Verlag Karl Albert, Freiburg / München. Tr. cast. de Elsa Cecilia Frost: Oasis de la felicidad. Pensamientos para una ontología del juego; UNAM, México, 1966.

- Ignacio Iturria (1995): "Diálogo con Ignacio Iturria", por Martín Castillo, en el Catálogo: Iturria. Presente y memoria de un taller; Galería Sur, Punta del Este.

- Franz Kafka (1910-1923): Diarios. Tr. cast. de F. Formosa en 2 vols.; Lumen, Barcelona, 1975.

- Franz Kafka (1917-1918): "Betrachtungen über Sünde, Leid, Hoffnung und den wahren Weg", en: Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande, und andere Prosa aus dem Nachlass: Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt a. Main, 1983.

- José Lezama Lima (1957): La expresión americana; Alianza Editorial, Madrid, 1969.

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