LA CUNA DE LAS COSAS

José Jiménez

 

        

La trayectoria de Jean-Marc Bustamante es en la actualidad una de las más destacadas y originales de la escena artística internacional. Artista francés, nacido en Toulouse en 1952, de padre ecuatoriano y madre inglesa, el comienzo de su trabajo artístico en el terreno de la fotografía está ligado a España. A partir de 1977, produce un conjunto de series de fotografías de gran formato a las que dio el nombre de Tableaux (Cuadros). Son, inicialmente, imágenes de paisajes urbanos de los alrededores de Barcelona. De cada fotografía se realiza una única impresión (de ahí su similitud con la pintura), y le permiten alcanzar rápidamente un gran prestigio internacional. Seguirá trabajando en estas series, constituidas por más de doscientas obras, hasta 1982.

Después, iría ampliando y diversificando poco a poco sus soportes expresivos, elaborando una obra de registros plurales: fotografía, esculturas, instalaciones. A partir de 1990, trabaja en la serie Lumières (Luces), fotografías serigrafiadas sobre plexiglás. Las obras siguen teniendo un carácter fotográfico, pero a la vez se convierten en esculturas, en pantallas. El interés por lo escultórico seguirá manifestándose luego en piezas tan significativas como Arbres de Noël (Árboles de Navidad) (1994-1996), Cages (Jaulas) (1997): esculturas minimalistas en su forma, pero a la vez jaulas para pájaros mandarín, diversas esculturas-mesas, o Manège (Tiovivo) (2003). En su mayor parte, se trata de esculturas concebidas como elementos o piezas de una instalación, de una articulación plástica del espacio.

En 1999, con la serie Stationnaires (Estacionarios), Bustamante en lugar de presentar las fotografías colgadas en la pared, las muestra de forma plana, introducidas en cajas. En 2000, comienza una serie de fotografías de gran formato, de título L. P., imágenes de lagos en Suiza y en Japón. Desde finales de los noventa, el dibujo centra su atención, lo transfiere al ordenador y después lo convierte en un género nuevo de pintura, utilizando la inyección de tinta sobre pantallas de plexiglás. Esa nueva concepción de la pintura, en la que el juego entre fondo y superficie en la formación de las imágenes desempeña un importante papel, se articula en las series sucesivas Panoramas, Trophées (Trofeos) y Perfect Dream (Sueño Perfecto). En ellas, la pintura adquiere volumen, dimensión escultórica, y el trazo manual del dibujo, reconfigurado digitalmente, dialoga con las pantallas y superficies de uso industrial, con lo que el color y la expresión plástica adquieren registros completamente nuevos.

La variedad de registros: fotografías, esculturas, pinturas, sirve a un único fin. Sería un error pensar en una diferenciación de las obras a partir de sus distintos soportes. Todo el planteamiento de Bustamante se articula sobre una intensa unidad plástica y conceptual, que constituye una forma de expresión propia, personalísima, que no se confunde con ninguna otra propuesta. Los distintos soportes fluyen a partir de una misma intención, son variaciones expresivas de una misma voluntad artística, en respuesta a una cuestión fundamental: ¿cuáles son las características y el alcance de la representación artística en este mundo de imágenes masivas, sobreabundantes y envolventes, propiciadas por el desarrollo de la tecnología?

Nuestra exposición: Calma blanca, pretende dar una visión de conjunto de la obra de Jean-Marc Bustamante, a través de una cuidada selección de obras y piezas de todos esos registros. Calma blanca fija en el concepto, como expresión y metáfora, aquello que Bustamante busca con su trabajo artístico. Es la afirmación de la serenidad, de la quietud, por fin alcanzadas. A través de la representación y de la mirada. Nos remite a la estabilidad del clima, a la paz de la visión y del cuerpo. Muy cerca de ese estado de plenitud al que Paul Valéry dio forma poética en su Cementerio marino (II):

Quel pur travail de fins éclairs consume
Main diamant d'imperceptible écume,
Et quelle paix semble se concevoir!
Quand sur l'abîme un soleil se repose,
Ouvrages purs d'une éternelle cause,
Le Temps scintille et le Songe est savoir.


¡Qué labor de relámpagos consume
Tantos diamantes de invisible espuma,
Y qué paz, ah, parece concebirse!
Cuando sobre el abismo un sol reposa,
Trabajos puros de una eterna causa,
Refulge el tiempo y soñar es saber.


(Valéry, 1920, 42-43).

Cuando el sol brilla estable sobre la serena superficie del mar, cuando la obra de arte se convierte en un signo de fuerza, de afirmación vital, de equilibrio.

Todo esto gravita en el sentido interior en la obra de Jean-Marc Bustamante. Al aproximarnos a sus piezas, sentimos que algo ha pasado. O está a punto de pasar. Pero una simple mirada a la obra no nos lo deja ver. El itinerario artístico de Bustamante, en sus diversas vías de expresión: fotografía, escultura, dibujo, modulaciones arquitectónicas, traza en todo momento una línea imaginaria de articulación del espacio y la mirada. En sus obras, la construcción plástica se convierte en un espejo de la mirada, en un signo visual de la relación de los seres humanos con el mundo.

Nuestra mirada ve, habitualmente, de forma global. Pero en Bustamante, lo global incluye la llamada de atención sobre el detalle concreto, singular. Un objeto solitario aparece como huella, como expresión de una ausencia, remitiéndonos a seres, situaciones o acontecimientos que, sin embargo, no quedan plasmados en la representación. En las fotografías, la escena es un enigma a desentrañar, una “caja de la representación” que se ofrece al espectador para que éste la pueda abrir. Una “caja” donde se sitúan elementos, componentes, que, como en los rompecabezas, si se retiraran, aunque fuera tan sólo uno, todo se derrumbaría, caería. En los panoramas, suspendidos en el muro, los trazos del acrílico se superponen con la mediación del plexiglás, que establece una fusión con el color de la pared: ver a través (o no). En las esculturas, la forma se desliza en comunicación con los espacios habitables, como si se tratara de una piel superpuesta, o interpuesta, entre los seres vivos y las cosas.

El primer paso del método que así se establece consiste en poner en cuestión la pretensión de la evidencia, de la posibilidad de una visión/representación inmediata de las cosas. No es tarea fácil. Porque durante algo más de cuatro siglos: del XV a los inicios del XX, la representación clásica situó su fundamento en un juego especular entre la mirada y la imagen, concebidas ambas como instancias a la vez estáticas y homogéneas. A un yo que mira (y dibuja, pinta, o esculpe) corresponde un instante fijo, inmovilizado en la representación, en la imagen.

Los textos teóricos referenciales fijan claramente esa pretensión de correspondencia entre la imagen plástica y el establecimiento de una síntesis temporal, de una captación del instante pleno. Por ejemplo, en el Paragone, de Leonardo Da Vinci, recogido en la Teoría de la Pintura, podemos leer: "La pintura te presenta en un instante la esencia de su objeto en la facultad visual" (Da Vinci, 1651, 57). Ya en la época de las Luces, Denis Diderot situará la tarea de la obra plástica en la representación del “instante privilegiado” (Carta sobre los sordos y los mudos, 1751). Y Lessing, en su Laocoonte, indica que las artes plásticas, al operar con signos espaciales, a diferencia de la literatura, pueden representar la sucesión sólo de modo indirecto, alusivo, viéndose así forzadas a elegir entre los distintos momentos "el más pregnante de todos, aquel que permita hacerse cargo lo mejor posible del momento que precede y del que sigue" (Lessing, 1766, 107).

Lo que la teoría de la representación fija como objetivo del arte acabará convirtiéndose en una de las claves más profundas de la cultura moderna, como se revela en la epopeya que mejor traza sus aspiraciones y desgarramientos, en el Fausto, de Goethe. Allí, en esa densa construcción a la vez poética y filosófica, en la formulación del tantas veces mal llamado pacto entre Fausto y Mefistófeles, porque en realidad se trata de una apuesta, se contrapone el tiempo productivo, el tiempo de la acción: ese que el contemplativo Fausto añora experimentar en el inicio del relato, al tiempo de la plenitud, concebido como una experiencia estética. Fausto pierde su apuesta con Mefistófeles precisamente cuando quiere parar el tiempo, apropiarse del instante hermoso: “¡Detente. Eres tan hermoso!” [“Verweile, doch. Du bist so schön!”]. Eso es lo que se supone que el arte plasma en la imagen, en la obra: el tiempo detenido, la síntesis de su plenitud en el instante de la representación, que a su vez se ofrece en su pretendida inmediatez a nuestra mirada.

Frente a esos planteamientos, Jean-Marc Bustamante introduce en sus obras una dilatación, un retraso, entre la mirada y lo representado, de modo que tanto la heterogeneidad como el dinamismo determinan ambos polos. Él mismo ha señalado que busca “la fuerza más que la forma o la belleza”, y que en su trabajo “no hay historias”, “incluso si se elaboran ficciones como proyecciones mentales”. Pero lo más significativo para el argumento que intento desarrollar es su afirmación de que sus “modelos” se deben sobre todo vincular a la composición musical, a la vez que se remite a Gérard Grisey, el gran compositor y teórico de la llamada música "espectral", y a su afirmación: “La estabilidad es siempre engañosa”. Lo que anima el propósito de Bustamante es así: “La búsqueda del deslumbramiento en lugar de la imagen, la fijación de instantes, la reordenación de los desórdenes e, inversamente, la búsqueda de un equilibrio en lugar de los desajustes.” (Schneider, 2006, 96). Conviene insistir en lo ya antes señalado: no hay historias, narratividad, sino indicios, huellas. Y con ello se subvierte la pretensión de fijar en un único instante de la representación el flujo temporal: al contrario, ésta queda abierta, y su sentido, no explícito, debe ser desentrañado y completado por el que mira.

El mundo no es estable. Y si el arte lo representa como tal en la obra: estable y cerrado, se convierte en una fabulación ilusoria, en mentira. De ahí que, para Bustamante (1996, 33), la obra deba presentarse en todo momento como no terminada, como obra abierta: “De hecho, el color debe participar en ese sentimiento de que la pieza no está completamente terminada. La obra debe permanecer abierta.” Por eso, además del pensamiento musical de Grisey, resulta también importante, para Bustamante, el cine de Michelangelo Antonioni, en el que encuentra “ambigüedades relacionales, lugares transitorios, situaciones indefinidas” (Bustamante, 1996, 18), que corresponden a su manera de sentir la vida “y a esa fragilidad del ser, continuamente en la incapacidad de resolver sus interrogaciones” (Bustamante, 1996, 24).

Resulta decisiva esta llamada de atención sobre la ambigüedad y la indefinición, pero sobre todo esa idea de la fragilidad del ser, porque ellas remiten al punto de autocuestionamiento, a la negación de toda deriva solemne en la obra y así, en definitiva, a la existencia de un conflicto interior en obras que, en una mirada superficial, parecerían ubicarse en una gama fría. Es esto lo que nos permite comprender cómo un artista que en todas sus propuestas cuestiona abiertamente la grandilocuencia y el pseudorromanticismo, cuando se le pregunta por su posible cercanía a la obra de Matisse, responde que el trabajo de éste “parece menos atormentado que el mío. (…) Yo amo las situaciones límite” (Schneider, 2006, 97).

En el fondo, todo el proceso creativo de Jean-Marc Bustamante conlleva la afirmación del carácter incompleto del arte, expresa la voluntad de “no cerrar” artificialmente el universo de la representación, las imágenes artísticas de la experiencia. Frente a esto último, y en esto veo un paralelo importante con Paul Celan, quien caracterizaba la poesía como incesante memoria, residuo, o “resto cantable” [singbarer Rest], lo que actúa en la obra de Bustamante (1996, 37) es el sentimiento de que algo falta: “Tengo cada vez más el sentimiento de que algo falta. Trabajo y vivo con ese sentimiento, rechazando por ese hecho toda actitud dogmática.” Esa posición se transmite, naturalmente, a la concepción de la obra: “La obra no ordena ya, sino que participa en la duda” (Bustamante, 1996,38), lo que supone una asunción implícita de la inviabilidad de la obra de arte total [Gesamtkunstwerk].

Y siempre desde una llamada de atención a la necesidad de no olvidar la comunicación entre arte y vida, algo para lo que la instalación Jaulas nos proporciona el más claro ejemplo. Los pequeños pajaritos, los mandarines encerrados en sus hermosas jaulas minimalistas, son una exclamación abierta, un grito contenido. Un signo lleno de plenitud de la inscripción del arte en la vida. Al fin y al cabo, todos vivimos en jaulas, en espacios y tiempos más o menos limitados. Como el pequeño pájaro convertido en actor ante nuestra mirada.

Situándonos, entonces, en la necesidad de asumir, en el seno de la obra misma, la dialéctica inestabilidad/estabilidad, la ambigüedad, la duda, su carácter incompleto, sólo el espectador, cada uno de ellos en su singularidad, acaba fijando un límite a la irradiación abierta de sentidos que la obra transmite. Este punto se formula de manera explícita: “Lo que me interesa es ese diálogo particular entre una obra y aquel que la mira.” (Bustamante, 1996, 37). O también: (La obra) “testimonia ante todo la existencia de aquel que la mira, él mismo responsable de la relación que mantiene con ella.” (Bustamante, 1996, 14).

Creo detectar aquí una afinidad, quizás por íntima y profunda, guardada con suma discreción por Jean-Marc Bustamante. Me refiero a un nexo con Marcel Duchamp, a pesar de la crítica explícita de la recepción de su obra en Francia, centrada en los ready-mades, sus juegos de palabras, sus actitudes personales o su pasión por el ajedrez, y la limitación repetitiva que esto conlleva: “Los discípulos de Duchamp y de Buren son huérfanos. Se han convertido en especialistas, como los científicos, algo falta.” (Bustamante, 1996, 41). Pero, aceptando el buen sentido de esa crítica, hay otras vertientes de lo que ha supuesto y supone Marcel Duchamp en el arte contemporáneo que me parecen muy importantes para una mejor comprensión de la obra de Bustamante. Y no hablo de la estéril y dogmática búsqueda de influencias, que en el fondo supone una aceptación de impotencia crítica.

Hablo de una inteligencia poética y constructiva, que opera como núcleo estético de las obras, tanto en Duchamp como en Bustamante, y en ese quitarse importancia, en ese cuestionarse como “creador”, que los caracteriza a ambos, dejando que sea la inteligencia del que mira la que delimite el flujo estético que la obra irradia. Aludo, de modo directo, a la conocida afirmación duchampiana: “son los que miran quienes hacen los cuadros”. Pero también a algo más, y quizás mucho menos conocido o evidente.

El eje de todo el trabajo artístico de Jean-Marc Bustamante se podría determinar como una propuesta que intensifica la fuerza estética de las obras, al introducir en ellas una dilatación en su manera de significar que impide la captación inmediata o superficial de sus sentidos, pero despierta en cambio, con la utilización de la llamada de la huella o el indicio de un algo más, una voluntad de comprensión, de reconocimiento, en el espectador, que permanece y dura. Retrasar, dilatar, para que el flujo abierto de sentidos no se agote en una mirada rápida que pretende abarcarlo todo, como sucede cada vez más en nuestro mundo, y no sólo en el espacio del entretenimiento o los medios de comunicación de masas, sino también en el arte. Esa dimensión, que conlleva un ascetismo estético y, a la vez, un deseo de llevar las cosas al límite, es central en Bustamante.

Y ese es, para mí, el tipo de ejercicio acrobático que también nos proponen las obras de Jean-Marc Bustamante, como las novelas del gran Julio Cortázar: no son meros objetos que un sujeto ve. Son dispositivos abiertos, rompecabezas, piezas para armar, en un registro aleatorio, por cada uno que se aproxima a ellas. Poemas visuales en los que el tiempo y el espacio se dilatan, fijación de instantes que nunca más volverán, estelas de la memoria que nos hacen percibir que algo nos falta. Siempre. A nosotros: frágiles, quebradizos seres humanos.

Al configurarse como representación, la obra de arte actúa como un puente entre el mundo y nuestra visión. Como indica Maurice Merlau-Ponty (1948, 30), el artista retoma y convierte en objeto visible lo que de otra forma se nos escapa: "El pintor retoma y convierte justamente en objeto visible lo que sin él queda encerrado en la vida separada de cada consciencia: la vibración de las apariencias que es la cuna de las cosas. Para ese pintor, una sola emoción es posible: el sentimiento de extrañeza, un único lirismo: el de la existencia siempre reiniciada." Lo hace porque es capaz de dar forma a todo un universo no advertido de correspondencias que él plasma en la obra: "Su mirada se apropia de las correspondencias, de las preguntas y respuestas que en el mundo están tan sólo indicadas sordamente, y siempre amortiguadas por el estupor de los objetos. Las revierte, las libera y les busca un cuerpo más ágil." (Merleau-Ponty, 1969, 66).

En consecuencia, el arte va más allá de un mero juego emulativo o mimético. Su relevancia antropológica, para el individuo humano, descansa en su capacidad para articular nuestra visión, más allá de la mirada meramente objetual de las cosas. Nos permite llegar, como indica la bella fórmula de Merleau-Ponty, a " la vibración de las apariencias que es la cuna de las cosas", a una dimensión previa, más profunda, donde se origina y articula nuestra visión. Por eso, el arte interviene decisivamente en la fijación de lo que experimentamos como nuestro cuerpo, que lejos de ser un objeto para un "yo pienso", es "un conjunto de significaciones vividas que va hacia su equilibrio". Ya que "aprender a ver los colores", una tarea en la que la representación plástica resulta fundamental, "es adquirir un cierto estilo de visión, un nuevo uso del cuerpo propio, es enriquecer y reorganizar el esquema corporal." (Merleau-Ponty, 1945, 179).

La densidad estética, plástica, que encierra la obra de Jean-Marc Bustamante comienza a abrirse a nuestra comprensión sólo teniendo en cuenta este conjunto de cuestiones, que implican la diferencia y la comunicación entre mirar, representar y ver. Sus obras, como podemos apreciar en el itinerario que traza esta exposición, nos remiten en todo momento a la representación plástica del espacio como ámbito de nuestra visión. A través de todo un juego de contraposiciones: interior/exterior, abierto/cerrado, naturaleza/construcciones humanas, Bustamante conduce nuestra mirada a la pregunta sobre el ámbito que hace posible nuestra visión, sobre el espacio originario que hace posible percibir lo que vemos. Esto explica su sostenido interés por la obra del gran pintor holandés Pieter Saenredam (1597-1665), a quien, en un intenso salto en el tiempo histórico y estético, ha convertido en uno de sus interlocutores privilegiados, dialogando con él, con su manera ingrávida de representar "la cuna de las cosas".

* Saenredam...

En un momento en el que tanto abundan en la escena artística la reducción de las obras a meros canales de información y, en definitiva, la sumisión al espectáculo, lo que da precisamente relevancia al trabajo de Bustamante es su voluntad de intensificar la fuerza plástica de las obras, al introducir en ellas una dilatación en su manera de significar que impide la captación inmediata o superficial de sus sentidos, pero despierta en cambio, con la utilización de la llamada de la huella o el indicio de un algo más, una voluntad de comprensión, de reconocimiento, en el espectador, que permanece y dura. Retrasar, dilatar, para que el flujo abierto de sentidos no se agote en una mirada rápida que pretende abarcarlo todo, como sucede cada vez más en nuestro mundo, y no sólo en el espacio del entretenimiento o los medios de comunicación de masas, sino también en el arte.

Se trata de una cuestión que atraviesa la historia de la representación, la visión y la mirada, desde los planteamientos iniciales en la Grecia Clásica hasta nuestros días. En el testimonio que recoge Jenofonte en sus Comentarios (III, 10, 1), Sócrates interpela así al gran pintor Parrasio: "¿Acaso, Parrasio, es la pintura una representación de lo que se ve?". Hay una distancia entre mirar y ver, como también la hay entre ver y representar. La representación suele construirse para hacernos mirar, y eventualmente ver, personas, situaciones, cosas, objetos, y, con una intención marcadamente pragmática ese es el carácter de las imágenes masivas producidas por la tecnología, analógica y digital, que configuran en la actualidad nuestra cultura.

Bustamante nos propone ir más allá: con sus obras, representa cosas y objetos, y en contadas ocasiones también personas, en un ámbito abierto de visión, para hacernos ver a través de ello el espacio donde cosas, objetos y personas habitan. Lo que busca es la representación de lo irrepresentable, de aquello que nos permite ver, situando lo que vemos en un plano de referencias visuales, plásticas, construido con una atención constante a la calidad estética, a la buena forma, de la obra. En ningún caso se trata de un planteamiento "esteticista", sino eminentemente conceptual: lo que se busca es la buena forma de la representación, el "acorde" preciso, para decirlo en términos musicales, capaz de propiciar en el espectador, en quien mira la obra, una voluntad de visión, un registro de emociones y placer visual dinámicamente proyectado hacia la comprensión y la idea. Se trata, en definitiva, de comprender que el mundo no es transparente, que es necesario ser capaces de ver a través, de volver a plantear, como tantas veces en la historia de nuestra cultura, la necesidad de un reajuste de la mirada y la visión ante la sobreabundancia de la imagen mediática. En definitiva, la obra de Jean-Marc Bustamante implica una redefinición de los distintos soportes plásticos de la representación en la era tecnológica y digital, y con ello deja abierto el interrogante de qué significan, qué alcance y límites tienen, mirar, ver, sentir y conocer, a través de las imágenes, en el mundo de hoy.

Referencias bibliográficas

- Jean-Marc Bustamante (1996): lent retour [Catalogue, avec des Fragments d’entretiens avec Jean-Marc Bustamante réalisés entre 1981 et 1996, sélectionnés et relus par l’artiste]; galerie nationale du Jeu de Paume, Paris.

- Leonardo Da Vinci (1651): Tratado de la pintura, edición preparada por A. González García; Editora Nacional, Madrid, 1979.

- Gothold E. Lessing (1766): Laocoonte, introd. y tr. cast. de E. Barjau; Tecnos, Madrid, 1990.

- Maurice Merleau-Ponty (1945): Phénoménologie de la Perception; Gallimard, Paris.

- Maurice Merleau-Ponty (1948): Sens et Non-sens; Nagel, Paris.

- Maurice Merleau-Ponty (1969): La Prose du Monde. Texte établi et présenté par Claude Lefort; Gallimard, Paris.

- Eckhard Schneider (2006): Questions à Jean-Marc Bustamante, en: Jean-Marc Bustamante, -beautifuldays- ; Kunsthaus Bregenz, Bregenz, pp. 96-97.

- Paul Valéry (1920): El cementerio marino, edición bilingüe. Tr. esp. de Jorge Guillén; Alianza Editorial, Madrid, 1967.

 

 

Volver a Exposiciones

Volver arriba

Atrás Inicio Adelante