IMÁGENES MENTALES

José Jiménez

 

        

Figuras en el espejo

¿Quién soy yo? , se pregunta el artista en su deslizamiento continuo en el espejo, intentando fijar un rastro, un indicio al menos, de una figura, la suya, que fluye como el agua. ¿Quién soy yo? , resuena en la mirada del espectador que se aventura en las formas oscilantes, cambiantes, de una obra de múltiples registros, que le habla a la vez de sí mismo y del mundo en que vivimos, pero que en todo momento rompe la ilusión del parecido, la supuesta estabilidad de “lo” real y su representación. La respuesta está en la luz .

La respuesta está en la luz. No tiene, la luz, forma estable, configuración definida. Porque es un fluido , no un ser sino un devenir . Y sin embargo en ella, en la luz, se sitúa el núcleo más profundo de la tradición plástica de Occidente, desde sus orígenes lejanos en la Antigüedad Clásica hasta nuestros días. La luz es el ámbito de la representación, el dispositivo que nos permite tomar consciencia: ver , el desnivel, la distancia, entre la experiencia y las formas plásticas.

Dicho de otro modo: nada es lo que parece. O también: lo que parece no es. Por eso, desde los inicios de la filosofía, desde Platón, la luz se asocia a la forma ejemplar de lo bello , y su irradiación desde ese lugar supra-celestial donde residen las ideas-formas según Platón es, precisamente, lo que hace viable que el mundo sensible sea un mundo de formas , configurado como tal gracias a la reverberación luminosa en él de la inaprehensible fuente remota de toda luz.

No hace falta compartir el idealismo de Platón para comprender el alcance y la vigencia de lo que su pensamiento establece: lo que parece no es . La distinción entre ser y parecer constituye el eje de la filosofía, pero en ella se sitúa también el punto de origen de un cuestionamiento de las apariencias utilizando formas , representaciones visuales, que es lo que llamamos arte . De modo que la interrogación artística de la luz entraña, a la vez, una dimensión de juego, de manipulación sensible de los materiales de la vida, y otra de alcance cognoscitivo, al comprender que, en este mundo, nada es lo que parece y lo que parece no es. La pregunta por la luz, el deseo artístico de llegar hasta ella, de subir o bucear en sus ondas hasta alcanzar la fuente de donde brota, supone un proceso de descreimiento de lo manifiesto, una voluntad de encontrar la senda perdida en el tortuoso laberinto de la experiencia.

Son éstas las cuestiones que, en diálogo con él y con su trabajo, hemos utilizado como hilo conductor de la concepción de la muestra de Din Matamoro en el CGAC. ¿Quién soy yo? , ¿qué son las cosas? , las que vemos en la vida y las que alcanzan su existencia en la obra artística. El título de la exposición es no sólo el referente de las piezas que se muestran, sino también una hipótesis de respuesta a las preguntas desencadenantes: tanto yo como las cosas , son imágenes , construcciones sensibles, que nos permiten fijar, delimitar, lo que es fluido, lo que tiene el carácter de un devenir. Pero, todavía algo más: imágenes mentales , para subrayar con el adjetivo un punto de unidad y coherencia en toda la trayectoria artística de Din Matamoro. La persistencia del libre juego de la fantasía , de un proceso mental de distanciamiento de la apariencia, como aspecto recurrente en su trabajo, más allá de los cambios de estilo o de los distintos soportes y técnicas que ha ido utilizando a lo largo de los años.

Son obras nuevas , salvo en un solo caso concebidas y realizadas expresamente para esta muestra, pero que pueden servir retrospectivamente para encuadrar y comprender mejor el sentido de una trayectoria densa y llena de logros que alcanza ahora un momento de madurez expresiva. Imágenes mentales se presenta ante el espectador como un espejo plástico que se despliega en un itinerario. De las preguntas: ¿Quién soy yo? , primero, ¿qué son las cosas? , después, al encuentro con la luz. La luz difusa, ámbito de vida y experiencia, raíz de las formas, que da sentido y estructura al trabajo plástico.

Así, el punto de partida son un grupo de autorretratos: ¿quién soy yo? , que desde la pintura y la fotografía, nos introducen en el espejo . Vienen después las fotos de formas elaboradas con espuma , formas sutiles y fugaces, expresiones leves de lo transitorio, fijado sin embargo en el ámbito de la luz. Los dibujos de cine , realizados dejando fluir la mano en la sala oscura mientras los ojos siguen la película que se proyecta. Las fotos de formas hechas manualmente con bolsas de plástico y con cinta adhesiva , un juego de reelaboración de las piezas fragmentarias de la experiencia a partir de materiales que tienen normalmente un carácter puramente instrumental, y que por ello nunca vemos . Para llegar a un momento de síntesis: la película que nos permite ver a la bolsa de plástico cobrar vida como conejo blanco, cuestionando así nuestro sentido estático de las cosas y de la representación.

El punto de llegada es la pintura : Din Matamoro es, en todo momento, ante todo, un pintor . La pintura como ámbito de la luz, como espacio de germinación de las formas, grandes pinturas de una calidez expresiva que nos conduce directamente a la ceguera del brillo, al blanco intenso de la representación, en el que nada se puede ver si no se introduce el contraste, la línea o las masas de color al menos, que delimitan el perfil. Pero se trata de una obra pictórica en la época de la expansión de la tecnología, y eso es lo que hace de Din Matamoro un pintor del tiempo presente . Su concepción de la pintura es indisociable de lo que podríamos considerar una vía de inserción poética en los usos contemporáneos de la imagen, en la fotografía, y muy en particular en el cine . La sala oscura sería una especie de ámbito de reverberación cuyas ondas se expanden y desarrollan en todas sus propuestas plásticas.

Imágenes mentales : un pintor que se expresa con la más amplia variedad de soportes expresivos, porque Din Matamoro es un artista-poeta de las formas , un ensoñador de fantasías visuales, capaz de convertir en propuesta plástica los datos o aspectos aparentemente más insignificantes de la experiencia cotidiana o del contacto del ser humano con la naturaleza. Imágenes mentales : aludiendo así a la dimensión mental de un trabajo plástico, que en su conexión con la dimensión sensible, material, de la imagen remite a ese ámbito interior de construcción de la idea plástica que en el clasicismo renacentista se formulaba con el término dissegno , que simultáneamente significaba dibujo, expresión plástica, y “designio”, idea.

¿Quién soy yo? ¿Qué son las cosas?: figuras en el espacio de la representación, rasgos fugaces de la vida y de la experiencia que alcanzan apenas un tiempo, un momento de fijeza : el instante estético, en el universo de la imagen, en la reverberación del arte. Figuras en el espejo .

 

La mirada del soñador

La mirada del soñador vive en la penumbra de lo cotidiano tratando siempre de alcanzar el cielo del ensueño. Cuando el soñador es, además, artista sus ojos propician la revelación de las formas, los signos de la visión que la mirada superficial es incapaz de descubrir. Ensueño y revelación son los dos grandes ejes de toda la obra de Din Matamoro, quien indica: “Eres tú el que distingue una forma, que está en tu mente. Quien ve una nube que es un pájaro”. Un cuadro suyo, realizado en Nueva York en 1988, se titula “Esta nube es un conejo”.

El soñador queda siempre fuera de juego, como si no estuviera. Como ausente. Lleva en sí el signo de la diferencia, ese que marca en su recuerdo la infancia de Din Matamoro. Solitario, en el colegio, al lado de un radiador, “sintiéndome un marciano, con sangre de extraterrestre, incomprendido.” Pero el soñador artista lleva en sí la fuerza de la elevación, se apoya en su diferencia para construir, para dar pulso a las formas.

Como buen gallego, Din Matamoro fue haciendo de su vida un viaje que implicaba el retorno hacia sí mismo. Galicia, Madrid, Nueva York, Roma, Madrid, Galicia. Un sentido nómada de la existencia que ha dejado su huella profunda en el carácter intensamente cambiante, metamórfico, de su obra, siempre abierta, siempre en proceso. Que, a la vez, no puede entenderse sino como exteriorización de esa búsqueda permanente del cielo del ensueño. Todo lo que hace es la visualización, el eco, la resonancia, de su propio viaje interior.

Sus inicios artísticos, en los años ochenta, nos lo muestran volcado en un lenguaje expresionista, de formas rotundas y colores intensos y agresivos. Durante su estancia en Nueva York, se abre a las formas e imágenes ya hechas, a los iconos característicos de la cultura popular americana, subvirtiéndolos con un tratamiento humorístico e irónico. Luego, en otra etapa del viaje: en Roma, su atención se dirigiría a intentar atrapar el paso del tiempo en las marcas y registros superpuestos que aparecen casi como cicatrices del pasado sobre muros y escenarios.

El animal, el pequeño animal de compañía, el animal doméstico, aparece como una constante a lo largo del viaje: gatos, pájaros, burros, caballos y, sobre todo, liebres. Sería erróneo asociarlos con un mundo rural. Al contrario, se utilizan como emblemas del mundo humano en su fugacidad, como signos de los afectos y de la fantasía que sentimos tan vivos cuando somos niños. Es así como una galería de amigos y personajes, muy próxima a la orla escolar o universitaria, se convierte en una serie de retratos imaginarios, mitad humanos, mitad liebres.

Din Matamoro es ante todo un pintor, un gran dibujante. Pero en su viaje hacia el fondo de sí mismo, el cine, y sobre todo la imaginación cinematográfica, juega un papel central. De nuevo en Madrid, a partir de 1992 comienza una serie a la que da el nombre de “Pantallas”. Sirve como referente un texto de Ingmar Bergman titulado “Linterna Mágica”: “La luz suave, peligrosa, onírica, viva, muerta, clara, brumosa, cálida, violenta, fría, repentina, oscura, primaveral, vertical, lineal, oblicua, sensual, domeñada, limitadora, serena, venenosa, luminosa. La luz.”

Los cuadros se convierten en receptáculos de una luminosidad difusa, translúcida, sin objeto, muy similar a la que emana de las pantallas de cine. El intento es captar la luz, la luz en su máxima intensidad y pureza, que con su carácter cambiante configura la forma visual de todas las cosas. Los colores acrílicos se emplean despojados de todo uso agudo o estridente, como sucede en la publicidad o en el arte pop, hasta convertirse casi en transparentes, muy cercanos a la luz que baña y difumina las cosas sin tener ella misma una forma concreta.

A la vez que trabaja en las “Pantallas”, da curso a otra serie de intervenciones sobre fotogramas de películas a la que llama “Autorretratos”. El rostro del propio Din se superpone a los rasgos de Buster Keaton, acompaña como un personaje más a Charlie Chaplin o a los Hermanos Marx, o se encarna en uno de los enanitos que acompañan a Blanca Nieves o en Peter Pan, tal como aparecen en las películas de Walt Disney. Jugar. Introducirse en la trama. Y, a la vez, volver a la niñez, recuperar la infancia, sentir ese toque de magia inaprehensible que la mirada del niño soñador atrapa para siempre en la sala oscura del cine de barrio.

Se trata, porque la serie sigue aún abierta, de cultivar, como señala el propio Din Matamoro, un género tradicional en la historia de la pintura: el del autorretrato, pero “haciéndolo de una manera más contemporánea. Es un intento de ser activo, y no pasivo, en el cine, de meterse en la pantalla, en la película.” Por lo demás, hay que tener en cuenta que en sus distintas vertientes el autorretrato implica siempre un grado de metamorfosis o de disfraz, que encubre el sueño de omnipotencia del artista, su deseo de “poder ser”, a través de la ilusión artística, cualquier personaje.

De vuelta en Galicia, Din Matamoro ha seguido atrapando la sorpresa de la luz en sus cuadros. Los colores se tamizan y difuminan. Se convierten en huellas de impresiones fotográficas ausentes, producidas por la ilusión del acrílico. La atención al cielo, a las formas de las nubes, a las masas de luz de la atmósfera, se convierte en el centro de gravedad de la cámara fotográfica y del lienzo. El resultado en la pintura son formas vaporosas, de muy difícil reproducción en otros soportes, y en las que en ocasiones se inscribe el lenguaje, letras de gran formato superpuestas, por ejemplo: SOLO, LLUVIA o NO VEO (esta última completada en el título: “NO VEO UN CIELO DESDE NIÑO”).

Sus pinturas posteriores prescinden ya de la inscripción de la palabra, y en su desnudez parecen intentar fijar el tiempo, detener su paso, a través de la apropiación de la luz, convertida en las formas más caprichosas. El objetivo, aclara Din Matamoro, es “quedarse con lo esencial, captar el resplandor, el aire, la luminosidad, con una gran economía de medios. Alcanzar un color interior, de manera similar a lo que sucede con un sonido interior: el sonido que percibimos al leer la partitura sin estar oyendo la interpretación musical.” El tiempo de la vida pasa, el ensueño se va fundiendo de forma cada vez más intensa con la nostalgia.

No sólo en su pintura, incluso en sus palabras este artista soñador lleva la luz dentro de sí, como cuando dice del arte: “es como la luz, algo en lo que puedes escapar del horror, de lo que hay.” Arte para soñar, para aprender a ver de nuevo, para ir más allá de la mera superficie de las cosas. Para ver, con admiración, con sorpresa, que esta nube es un pájaro o un conejo, el animal maravilloso de los cuentos infantiles a los que siempre deseamos volver.

 

La prisa del conejo blanco

"¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!", se quejaba en voz alta el conejo blanco en el inicio de ese relato mágico, especial, que conocemos como Alicia en el país de las maravillas . Presente en el tránsito continuo de la niña, que igual crece que encoge, cae o se eleva, va de lo familiar y cotidiano a lo más extraño e insólito, el conejo blanco es el celador del secreto. ¿Estamos, de verdad, seguros de que existe algo de nombre tan pomposo como "la" realidad?

De entrada, hay que advertir, y la figura de la niña: Alicia, es el signo más intenso de ello, que tanto los seres vivos como "las cosas" más que ser, devienen . El universo en su conjunto es cambio, transformación. La idea de la permanencia inmutable, de la identidad permanente, sólo puede asociarse con lo absoluto. O con un dios. Si uno cree en ellos. Pero no así la vida. Ese tránsito inevitablemente fugaz de los seres y situaciones.

La figura de Alicia es un signo particularmente intenso del carácter cambiante de la existencia precisamente porque la infancia es ante todo eso: un crecimiento y una transformación continuos. Frente a la aparente (sólo aparente) y relativa "estabilidad" del estado adulto, el niño es un organismo psíquico y físico sometido a un proceso de cambio acelerado, casi vertiginoso.

El relato de Alicia no sólo nos lleva al país de la fantasía, al otro lado de la realidad, al otro lado de lo que nuestra proyección psíquica constituye como espejo . El relato de Alicia es antes que nada una transposición poética de una pesadilla, de esos sueños de vértigo y ansiedad tan comunes durante la infancia. Y en los que el niño en su caída no sabe dónde asirse, dónde agarrarse. En su caída sin fin. En su caída por el agujero de la madriguera del conejo blanco.

Y ahora, fíjense: el itinerario artístico de Din Matamoro tiene mucho que ver con ese ir y venir incesante del conejo blanco, con quien de forma más o menos consciente establece explícitamente un vínculo de identidad: "Una noche de Halloween me disfracé de conejo blanco", recuerda Din Matamoro.

El disfraz festivo, el juego a ser otro, apunta a esa voluntad de omnipotencia, al deseo de configurar "la" realidad mediante la imagen, la fantasía, que constituye la médula más íntima del sueño artístico. En Din Matamoro el primado de la fantasía es tan intenso que conduce al ensimismamiento. A esa especie de distancia con el mundo material, de volcarse en la fibra más interior, que las primeras teorías del arte clásico identificaron con la melancolía.

Y, ciertamente, no es exagerado decir que Din Matamoro es un melancólico. Un melancólico de la luz . Por eso busca, a través del arte, de la pintura, la omnipotencia del mago. Por eso se disfraza de conejo blanco. O de Mandrake, el mago de los tebeos. Eso es lo que le permite dejarse flotar en el cielo. O hablar el lenguaje de las mariposas. O, deslizándose a tumba abierta por las sinuosidades del animismo, hablar de tú a tú con el mar, las nubes, las hojas (convertidas en "personajes pequeñitos"), o la lluvia: todos ellos, personajes, formas y figuras, animados.

La pintura se convierte en un combate por la luz, en una pugna por romper las sombras planas que atan a los seres vivos y las cosas a la oscuridad, para crear un ámbito de esplendor. Un espacio luminoso, autónomo, mental y sensible, de desvelación de formas y sentidos, en el que el color nos da la definición más precisa y exacta de las cosas: "el Panteón es ámbar y la Piazza Navona, blanca".

Pero, obviamente, la melancolía de la luz tiene su espejo más intenso en el brillo del sol que, como el pintor, hace brotar el color y la vida en el lienzo de la naturaleza. Por eso establece el melancólico diariamente "la cita con el sol" hasta el momento en que éste declina, "cuando se desprende de sus colores en el agua y luego se sumerge en el mar".

El taller, el estudio, se convierte en "un campo de batalla". Pero también en un "agujero del tiempo". Porque la luz que se quiere restituir a nuestra mirada no es sólo la luz inmediata del presente. Todas las formas: flotantes, vaporosas, y los espacios plásticos que constituyen su ámbito, presentan en los dibujos, fotografías y pinturas de Din Matamoro la densidad sutil del tiempo recobrado, de una larga y demorada incursión en las espirales de la memoria.

La memoria está llena de agujeros. De vacíos. Pero también de flujos de intensidad. De destellos. Y esos destellos son los que Din Matamoro hace refluir en sus obras, convirtiendo su desplazamiento nómada en el espacio en un anillo de ciudades de la memoria : Vigo, Madrid, Nueva York, Roma, Vigo. Vivir es revivir. Y la función del recuerdo actúa como un filtro que despoja a las formas de la mentira de lo rotundo. Se trata de propiciar el ajuste del punto de encuadre exacto de la luz, allí donde ésta se demora en un tiempo de exposición que da vida y color a las formas.

Pero, entonces, recordar no es meramente volver a algo que ya se tenía. Este uso creativo de la memoria implica un salto : apropiarse de lo vivido para hacerlo brillar en la luz del matiz, en el contraste de lo que fluye y lo que permanece. Como ya advirtió Marcel Proust, cuando nuestra sensibilidad se adentra en ese itinerario de la memoria no sólo busca, sino que crea: "Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión."

Aunque las asociaciones son involuntarias, el acto de recuperación indica una modulación del recuerdo que tiene mucho que ver con la transformación del sonido en música, del flujo lingüístico en literatura, o de las líneas, los colores y el espacio en universo plástico. No en vano consideraban los antiguos a Mnemósyne, la Memoria, madre de las Musas.

El ojo melancólico de Din Matamoro va de un instante que quedó fijado en algún pliegue sinuoso de la memoria a otro instante convertido en materia plástica, en busca de la luz del futuro. No cabe esperar complacencia, un uso meramente ilustrativo de la pintura, la fotografía o el dibujo. Al contrario, la obra plástica opera como un anagrama de la fantasía, como huella o rastro de "otra" realidad, de un mundo que germina y vive en nuestra interioridad más profunda y en el que podemos flotar como las nubes, o deslizar como el sol nuestros rayos luminosos sobre el lento y a veces agitado mar siempre inabarcable.

En esa misma línea ondulante de la memoria radica otro de los aspectos que estructuran la tierra de la fantasía de Din Matamoro. Para que la luz pueda ser fijada en toda su reverberación es preciso descender hasta la más completa oscuridad. Y esa es la cuestión: para sumergirse en la oscuridad que le permitirá hacer brotar la luz, el melancólico de nuestro tiempo va al cine. Sus pinturas son también pantallas .

Sin esa caja mágica de resonancia que son las oscuras salas cinematográficas, sin el parpadeo incesante del proyector, sin la luz envolvente de la pantalla, la obra de Din Matamoro no tendría el aire y la intensidad que le son propios. También la fotografía está presente, como ya he querido sugerir antes, en lo que sus pinturas y dibujos tienen de búsqueda de un preciso punto de encuadre. Pero el dinamismo de la imagen y la luminosidad difusa provienen de forma casi directa del ensueño fílmico.

Allí, en el cine, en la extraordinaria rapidez fugaz de los fotogramas en movimiento, el ojo melancólico del conejo blanco intenta apropiarse de las figuras y los colores en estado naciente, de la exacta, justa precisión, de la luz que todo lo envuelve. Apropiación que luego será volcada en la lucha por la forma, en el ejercicio infinito de la pintura.

Supongo que ahora se comprenderá mejor la prisa del conejo blanco: para hacerse con la luz, en ese combate desde la condición humana, hace falta vencer al tiempo. Ir rápido, rápido, antes de que la inevitable fugacidad de la vida ponga límite y fin al ensimismamiento de la búsqueda.

Las figuras de los animales tienen un papel simbólico central en todas las culturas humanas: sus imágenes sirven para roturar la experiencia, para establecer valores y códigos de comportamiento, para hablar a los seres humanos sobre la vida y la muerte. Su presencia en los actuales dibujos animados remite a una filiación ancestral, que nos lleva a las fábulas y alegorías, a los cuentos tradicionales, y de ahí al totemismo, al mito y a diferentes tipos de rituales. Ese simbolismo se transfiere como un caldo de cultivo, como una atmósfera, en la fantasía creadora del artista.

El conejo blanco de Lewis Carroll, que va y viene, siempre con la presión del tiempo encarnado en ese diabólico invento moderno que es el reloj de bolsillo, es una marca o figura simbólica del devenir , una especie de "maestro de ceremonias" del paso de un estado a otro de la vida, como lo son los acompañantes ceremoniales en tantos ritos tradicionales de paso. Como la bolsa-conejo que toma vida en la película de Din Matamoro y corre apresurado ante los ojos de nuestra fantasía, igual que esas imágenes: rápidas, rápidas, y fugaces, que apenas entrevistas, desaparecen.

Qué prisa, qué prisa: la luz se escapa. ¿Llegará el conejo blanco, llegará Din Matamoro, a plasmarla en su titilante pantalla: película, fotografía, dibujo, pintura? El combate está abierto. Habrá que evitar que la Reina de Corazones nos corte la cabeza. Pero para ello nada mejor que la magia, en la que Mandrake o el conejo son auténticos expertos: el pintor dando forma y consistencia, aire y color, a este itinerario fugaz en el que asistimos, entre la admiración y el asombro, a esa proyección que el Sol realiza de una película a la que a veces llamamos naturaleza y otras, simplemente vida. La respuesta está en la luz.

 

 

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