Pintar es soñar

José Jiménez

 

1. La pintura como construcción y exceso visual

¿Dónde se sitúa el aliento, el impulso de la humanidad, en este mundo complejo, de sombras, violencias e incertidumbres, en el que hoy vivimos? La trayectoria artística de Ignacio Iturria constituye una de las vías de respuesta más sólidas y profundas a esa cuestión desde el plano del arte. Aunque inequívocamente latinoamericana, y con las más hondas raíces en ese Uruguay de intensa consciencia cívica, de grandes artistas y escritores, en el que nació, la obra de Iturria tiene un alcance plenamente universal por los temas que aborda y la personalísima forma de desplegarlos en su pintura.

Siempre en la pintura, que se despliega sobre todo tipo de soportes y procedimientos, dando así lugar a una pintura expandida con intensa capacidad de confrontación con las imágenes mediáticas que ciegan y envuelven nuestra vida cotidiana, Iturria nos lleva al plano de la visión interior: ¿qué, quiénes, somos cuando miramos de verdad hacia dentro? Observando con humor e ironía la fragilidad de personajes y criaturas: nosotros, pequeños seres humanos, y nuestras proyecciones afectivas en lo que nos acompaña y ayuda, o nos amenaza y destruye.

Introduciéndose en las penumbras de la imaginación, con los ojos plenamente abiertos de quien sueña despierto, Iturria libera nuestra mirada de los pesos muertos del dogmatismo, la repetición, o la solemnidad. En ese sentido, su obra cumple con una de las funciones centrales que las artes visuales han desempeñado a lo largo de nuestra tradición de cultura: abrir nuestra visión, mostrarnos vías para mirar en profundidad. En ese círculo, el arte vuelve a la vida. De donde, cuando de verdad es arte, siempre fluye.

Forma de darse a sí mismo, forma de entrega, la pintura implica hasta el fondo la mente y el cuerpo del pintor. Y no consiste en reproducir sin más el mundo exterior, sino que es construcción visual, y por eso síntesis de lo interior y de lo exterior, de lo más íntimo y de todo aquello que nuestros sentidos captan y modulan en su interacción con el mundo.

En Iturria, el primer plano de la pintura tiene un carácter físico, corporal: el cuerpo se vuelca físicamente en la realización del cuadro. Hay una morosidad artesanal en la preparación técnica y en la realización de la obra. Y hay también un exceso: todo puede ser utilizado como soporte pictórico, el impulso a pintar no conoce límites. Se despliega, incluso, en la utilización directa de la pintura que sale del tubo y que adquiere un carácter tridimensional, toma cuerpo. En ese fluido, o segregación inmediata de lo pictórico, Iturria plasma sobre todo situaciones carnales, cuerpos que se abrazan o incluso se amontonan en su multiplicación abigarrada, llena de desmesura. A estos levísimos personajes o, en general, emulsiones inmediatas de lo pictórico, Iturria los llama "pinturitis", a semejanza de ese fluido inmediato de la escritura y la visualización que son los "graffiti".

Pero, naturalmente, no basta con dejarse llevar. Para Iturria, el "carácter" del pintor se forja en su trabajo con la forma. Algo que se concreta en la búsqueda de adecuación de la escala y el tamaño de las figuras en el formato del cuadro. Un proceso en el que pone como ejemplo a Degas. El siguiente paso en ese trabajo con la forma tiene que ver con la precisión y el detalle. En su mundo de pequeños personajes y objetos agrandados, somos capaces de advertir la expresión más minúscula, las muecas y gestos más particulares, lo que contribuye a producir la sensación de un mundo lleno de vida.

La tela, el cartón, el cartón arrugado, la madera, dan con sus distintas calidades materiales un tipo de respuesta diferente a la expansión del óleo. Y en los últimos tiempos, del acrílico. En esa dinámica expansiva, los cuerpos pueden resultar perforados. Hasta que la pintura llega, por fin, a la experiencia del límite en el vaciado del soporte. El agujero ocasiona una intromisión del universo externo en el espacio privativo de la pintura. Es la experiencia del vacío, la atracción del abismo. Que, en su modulación especular, acaba apareciendo como un juego sobredeterminado, de pintura dentro de la pintura.

El carácter expansivo de la pintura de Iturria llega hasta su plasmación tridimensional en los objetos. Pero no creo que, en sentido estricto, podamos hablar de "esculturas". En mi opinión, se trata de objetos pintados, o de una pintura expandida, que busca desbordar toda limitación en sus soportes materiales o en su espacialidad, desbordando así incluso la bidimensionalidad.

El propio Iturria (1995, 34) ha reconocido que su trabajo no es propiamente escultórico y ha señalado como el aspecto más indicativo de ello su mantenimiento de la frontalidad: "Todo elemento que haga, por más que se salga del cuadro o que pueda tener un volumen, siempre lo pongo de forma frontal, quiere decir que siempre mantengo una de las características de la pintura, la frontalidad. No tengo un carácter puramente escultórico".

Además del proceso de estructuración espacial, de la creación de un escenario unificado por el juego de la luz, la escala y la perspectiva, en Iturria es importante dotar a lo pictórico de una consistencia estrictamente física. Aquí la huella del llamado "informalismo" español se hace patente, pero de forma trascendida: rayaduras, raspaduras, oxidaciones, dejan ver sobre la misma superficie pictórica las huellas y efectos del paso del tiempo. De este modo, lo aparentemente más exterior conecta con lo más íntimo, con las imágenes desvaídas, pálidas, fragmentarias, que vienen a la memoria.

En todo caso, la utopía corporal, material, de la pintura tiene su último referente en la construcción plástica, visual. En el empleo de perspectivas, luces y sombras que acentúan el relieve de las figuras, sobre un fondo sumamente cuidado de texturas diferenciadas, de abigarrada pastosidad. Los juegos de perspectiva, los artificios visuales, son absolutamente cruciales en la pintura de Iturria, y contribuyen a dar a su obra una impregnación de misterio, de profundidad desvelada, que constituye uno de sus logros más importantes.

El chorro que sale del tubo, el pincel, o la espátula, establece una comunicación profunda con la materia pictórica que supone el primer escalón de la construcción visual. El surco de la espátula sobre la carne del óleo en la tela permite fijar los límites del universo, de la representación. O proyectar el desplazamiento y la proyección de los ojos que salen de sí mismos, recordándonos de un modo palpable que el proceso pictórico es un juego de miradas, de espejos: ver y ser visto. Algo que alcanza su cota más elevada en la historia de la pintura con Las Meninas, de Diego Velázquez. Y que en Iturria “resuena”, con un eco reforzado, en sus intensas y hermosas pinturas sobre espejos, que introducen en la obra al espectador, a los públicos.

Ese círculo visual: ver y a la vez ser visto desde el cuadro, implica la caracterización del pintor como un mirón, como un voyeur, que se introduce, fisga, mira, salta paredes para poder ver. Y su réplica en los pequeños personajes que aparecen fisgando por las ventanas, el deslizamiento continuo de "mirones" (a su vez, voyeurs), vichones se los llama en Uruguay, de figuritas que parecen sobrevolar las diferentes situaciones y escenarios, a la vez que nos miran y nosotros los miramos a ellos y nos sentimos reflejados, identificados, en su mirada. Obviamente, en ver y ser visto, interviene el deseo: mirar es querer ver. El flujo circular de la visión fluye en el ámbito de Eros.

Todo ello supone una consciencia explícita de que lo decisivo en la estructuración pictórica del mundo es la articulación de lo visual. Después de mirar, sentir la devolución de la mirada y ver de nuevo. Aquello que nos queda es la pintura. Eso es lo que atraviesa de un extremo a otro las obras de Iturria: en ellas la pintura se ofrece como exceso visual, como resto, como un ir más allá de lo que ocultan las apariencias, más allá de la mirada sumisa y autosatisfecha. El núcleo sensible y conceptual es en todo momento la luz. Esto nos dice él mismo: “El pintor es sordomudo, interpreto más con el ojo que con la palabra: soy puro ojo”.

Puro ojo: hay derivas y planteamientos que buscan llevar la pintura a una sensualidad que se pretende casi transparente, física, gestual. Pero, más allá de su materialidad, el núcleo estético, profundo, de la pintura ha sido siempre, y es, conceptual, poético. Y esa dimensión, ese alcance conceptual, a través de la visión resuelta en pintura, constituye el eje de la trayectoria artística de Ignacio Iturria.

2. ¿Quién soy yo…?

¿Dónde ubicar a Ignacio Iturria en la escena compleja y abigarrada del arte de nuestro tiempo? Que sea un artista uruguayo, latinoamericano, implica que en su obra toma cuerpo un intenso entramado de síntesis, de entrecruzamientos.

Con su profundo conocimiento del arte universal, Ángel Kalenberg sostiene que la dinámica del arte en América Latina se caracteriza por la capacidad de apropiarse de todas las "formas" generadas en otros contextos culturales, pero cambiando y subvirtiendo sus "sentidos". Esa dinámica de apropiación subversiva es consustancial al proceso de formación de un lenguaje propio en Ignacio Iturria.

El primer "cruce" tiene que ver con la figura del padre que, en este caso, transmite la imagen mítica, como relato de sentido trascendente, de las raíces familiares, fundida con el empleo de la pintura como su mejor o más importante vía de plasmación. El propio Iturria (1995, 29) lo ha recordado al ser preguntado por sus primeros contactos con la pintura: "Cuando vivíamos en el Cordón, en una casa con patio con claraboya, de dos pisos, y en las paredes mi viejo había pintado escenas del País Vasco, de los antepasados, esa fue la primera impresión."

Siendo la pintura, en su origen, un arte "europeo", Iturria decide viajar a Europa, a España. El viaje a la raíz de la pintura se funde con el viaje a la raíz familiar. Y con el viaje a lo mejor de la cultura española del siglo XX. Resulta curioso, no obstante, que en lugar de establecerse en el País Vasco, la tierra de sus antepasados, Iturria eligiera Cataluña: Cadaqués, donde viviría entre 1977 y 1985. En esa hermosísima villa del Cabo de Creus, que atrajo también a algunas de las personalidades más significativas del arte de nuestro siglo, como Pablo Picasso, Salvador Dalí o Marcel Duchamp, entre tantos otros, Iturria se empapó de la luminosidad mediterránea. De sus propias manifestaciones, trasciende que se trató de un periodo sumamente feliz, donde todo fue sencillo. Una especie de pequeño paraíso.

La exaltación intensa del blanco transmite mejor que nada esa sensación de bienestar, que impregna su pintura en el paso de los setenta a los ochenta. En ese blanco espejo de la pureza, de la transparencia, trasunto de la intensa luz mediterránea, la mujer: la esposa y la madre, ocupa el centro de gravedad de la obra. Pero a pesar de las grandes diferencias estilísticas y de sentido con lo que acabará siendo su lenguaje maduro, se advierten ya en las obras de este momento dos aspectos que serán también decisivos en el itinerario posterior: la gran destreza en la estructuración geométrica del espacio y la importancia que se concede a la soledad del personaje.

En los años inmediatos, Iturria se apropió de la tradición pictórica española y, lógicamente, estableció una comunicación con los artistas contemporáneos. El grupo Dau al Set y el, para mí, mal llamado "informalismo" se convierten en referentes de su trabajo. Digo que informalismo me parece y me ha parecido siempre una categoría teórica y crítica inconsistente, porque la ausencia de figuración no implica en ningún caso ausencia de forma. Sea como fuere, la huella y la presencia, integrada, trascendida, de Antoni Tàpies o de Antonio Saura, entre otros, pueden sin duda apreciarse en esos momentos iniciales de la obra de Ignacio Iturria, en la que no dejan posteriormente de operar como trasfondo.

Habrá que esperar, no obstante, a la vuelta a Montevideo para que Iturria alcance un lenguaje propio, su madurez expresiva. La síntesis surge de un contraste: Cadaqués y Montevideo, la luminosidad mediterránea y la luz tamizada, difusa, plomiza, de la capital uruguaya. En ese proceso, la luz sigue siendo central en su construcción pictórica, pero se transforma en una luz no exterior. Se convierte en la luz de la introspección, de lo no consciente.

Si España significaba un viaje a los orígenes, Uruguay se llevaba dentro, en el subconsciente: "El Mediterráneo tiene una tradición luminosa, es un concepto diferente al que puede ser el nuestro. Al Uruguay yo lo veo metido más dentro de la cosa cotidiana, de una cosa más sobria, poco luminosa. El mar marrón de alguna manera está presente en el subconsciente" (Iturria, 1995, 31). Algo que nos lleva a la escritura, característicamente uruguaya, de Juan Carlos Onetti, al denso cromatismo oscuro de sus narraciones. Pero también a su ironía punzante, a su intenso sentido del humor.

Pienso que ese rasgo: el sentido del humor, la ironía aplicada antes que a nadie a uno mismo, constituye un signo característico de la cultura uruguaya. En la obra de Iturria aparece una vez y otra en las expresiones de sorpresa y en las situaciones ridículas en que se ven envueltos sus personajes. Transmite una condición existencial que parece provenir de un necesario "ajuste de cuentas" con todo tipo de retórica grandilocuente, algo que los nacionalismos conservadores han convertido en práctica habitual en América Latina. En Iturria despunta, en cambio, el amor por las cosas sencillas.

El viaje: físico y mental, de ida y vuelta, entre América y Europa es una peculiaridad recurrente en las muy distintas líneas y tradiciones del arte de América Latina, que favorece su potencia de hibridación, la fuerza de su mestizaje, su capacidad de integración universalizadora. Lo que el gran José Lezama Lima (1957, 183) llamó "esa voracidad, ese protoplasma incorporativo del americano".

Es algo que constituye, precisamente, un aspecto característico de los artistas uruguayos, empezando por el pionero Juan Manuel Blanes (1830-1901), el magnífico pintor autodidacta del siglo diecinueve que da inicio a la tradición plástica del país oriental. Y que tiene también una importante función en los tres nombres más significativos del arte uruguayo en la primera mitad de nuestro siglo: Pedro Figari (1861-1938), Joaquín Torres-García (1874-1949) y Rafael Barradas (1890-1929). Estos dos últimos, particularmente ligados a España.

Evito siempre ese lenguaje crítico banal que trata de explicar la obra de un artista a través de las influencias recibidas. Pero sí creo, en cambio, importante identificar el proceso de continuidad en las formas que nos permite apreciar cómo un artista cristaliza su propio lenguaje en comunicación con la tradición recibida, a la que él es plenamente fiel sólo cuando la trasciende.

En ese diálogo subterráneo la comunicación de la obra de Iturria con Figari y con Torres-García es bastante significativa. En relación con este último hay que situar la transposición de su estructura constructiva, algo que se advierte en el orden interior de articulación del espacio que caracteriza todas las obras de Iturria. Y quizás, también, en otro aspecto menos evidente a primera vista. Me refiero a la proliferación expresiva de Iturria, a ese impulso a pintarlo todo, a apropiarse de cualquier soporte, eco a la vez de un cierto horror al vacío, del miedo a la desintegración que éste conllevaría, y de esa acumulación de imágenes en la cuadrícula constructiva de Torres-García, que parece eliminar el vacío plástico como mero signo de cansancio o distracción.

Hablando estrictamente de Iturria, se trata de una cuestión bastante central y que, además de en sus obras, se percibe al entrar en su taller. Iturria ha señalado que el cuadro solitario queda como aislado, descontextualizado, del universo al que pertenece. En sentido contrario, el amontonamiento y superposición puramente accidental de las obras en el taller permiten un juego interactivo entre ellas y el pintor, que se convierte así en espectador sorprendido de su propio trabajo. Amontonadas o superpuestas, las pinturas dejan ver fragmentos insólitos que, a su vez, desencadenan incitaciones para nuevas obras. No hay muros, ni lienzos, ni maderas, ni cartones, ni papeles, vacíos. Todo se ocupa en el gesto expansivo, apropiativo, de la pintura.

El propio Iturria (1995, 35) ha hablado del "desorden provocativo" de su estudio. Lo que esto provoca es esa incitación personal a la creación que despliega la continuidad expansiva de su trabajo. Pero todo ello es, también, un signo de su carácter, de su generosidad abierta y activa, acumulativa con las obras, cosas y objetos, respetuosa con las personas. Ese taller, configurado por el abigarramiento, el exceso y la acumulación, es igualmente un signo de la voluntad de no perder nada, de guardarlo todo, de coleccionar. Un signo de un (añorado) mundo sin pérdidas, expresión de la voluntad utópica de la integración y la acumulación sin fin. Algo que nos remite a la infancia, al deseo del niño de conservar y apropiarse de todo lo que le rodea.

El diálogo con la obra de Pedro Figari es de otro tipo. A diferencia de los espacios abiertos tan característicos de Figari, la pintura de Iturria es, en una serie de sentidos convergentes, pintura de interiores y, además, de temática casi exclusivamente urbana: casas, edificios, medios de transporte, interiores y objetos domésticos, juguetes... El empleo del color también es bastante diferente en ambos.

Y, sin embargo, hay una intercomunicación asimilativa en el sentido de la escenificación y articulación de los personajes, que en Figari aparecen siempre como actores de un ritual o de un drama existencial, y en Iturria como personajes de una trama tejida con la memoria y la imaginación. También puede encontrarse en Figari, en el paisaje abierto de los campos, la figura cercana del animal solitario, tan relevante en el "mundo Iturria".

La obra de Ignacio Iturria está atravesada por un profundo sentido de la compasión. No sólo hacia las personas, también hacia los animalitos y las cosas. Su trabajo opera en los márgenes de una poética de lo pequeño, de lo ínfimo, que en su dimensión sutil nos conduce hacia los espacios de levedad estética que constituyen uno de los rasgos decisivos del arte de nuestros días. Un arte en el que cada vez va quedando menos lugar para lo solemne o lo pretencioso, con toda su carga de autoritarismo.

Los personajes de Iturria son seres y objetos empequeñecidos por la acción de la memoria y la imaginación. Los hombres son siempre "hombrecitos". Las mujeres, "mujercitas". Que, en cambio, contrastan con las dimensiones gigantes, fuera de escala, de los objetos, las edificaciones, o los medios de transporte. Es el resultado, obviamente, de seguir mirando como un niño a través de los ojos de la pintura. Para el niño los objetos tienen unas dimensiones siempre mayores, aumentadas, en referencia a su propio cuerpo. El niño, incluso, ve las cosas desde ángulos y perspectivas que ya de adultos se hacen imposibles, como hace notar el propio Iturria (1995, 32): "Hoy vemos la mesa desde arriba, pero cuando eras chico la veías de abajo y ahí había todo un espacio, todo un espacio plástico".

Hay, además, otro aspecto a tener en cuenta del que encontramos una clave interesante en La ciudad sin nombre, el hermosísimo libro de texto manuscrito y dibujos publicado en 1941 por Joaquín Torres-García. En él, podemos leer: "Voy por la ciudad. Su perspectiva no corresponde a la de otras ciudades. Hay que modificar las dimensiones. Lo que en otras es ancho, aquí es alto. Esto la hace más sombría." Esa ciudad sin nombre, y donde lo alto predomina sobre lo ancho es, obviamente, Montevideo.

Aparte de la indicación de un cromatismo sombrío, oscuro, que como ya señalé también tiene su eco en la obra de Iturria, la visión constructiva de Torres-García nos advierte sobre otra característica central de la capital uruguaya: su elevación. Paseando por Montevideo, uno advierte de forma inmediata que en las viviendas antiguas los pisos tienen una altura desmesurada, llegando hasta los cuatro o cinco metros. Hasta el punto que en reformas posteriores es corriente habilitar dos pisos a partir de un piso antiguo.

La vivienda familiar, de niño, de Ignacio Iturria era uno de esos viejos caserones transformados en casas de vecindad. Así que el tamaño de las habitaciones y la altura de los techos, que contribuyen a dar una configuración espacial tan característica a su pintura, deben también ponerse en relación con esa experiencia seminal de la niñez.

3. Las enseñanzas del juego

En ese enorme, desmesurado, territorio del juego, el niño encuentra su identificación con los pequeños objetos y con los juguetes, diminutos como él. Los muebles se convierten en la orografía del paisaje de ensueño, en las montañas a explorar o en los lugares donde ocultarse y buscar refugio, sobre todo de la mirada adulta. A las piezas del juego no sólo se les confiere vida propia, sino que se les hace experimentar las metamorfosis de la imaginación: "cuando eras chico vivías mucho adentro de la casa y jugando a los soldaditos y a los distintos elementos que introducías arriba de los muebles, los transformabas en dinosaurios, los transformabas en bichos, jugabas abajo de las mesas." (Iturria, 1995, 32).

Y, sin embargo, en ese vaivén de la memoria, similar a las mareas acuáticas, el drama queda siempre contenido, la situación no deriva en ningún caso hacia el desgarramiento. Porque, aunque a la vez muy lejos del sentimentalismo autocomplaciente, todos los personajes, objetos y situaciones de la pintura de Ignacio Iturria son contemplados desde la ternura.

En el fondo, se trata de una recuperación, de un retorno del sueño infantil de omnipotencia, a través de la memoria y la imaginación. A pesar de que esa vertiente conduce también a la autosuficiencia del niño, a su enclaustramiento en un mundo privado, solipsista, en Iturria la ilusión de poder ser capaz de todo en el juego de la pintura se configura como una forma de compartir, e incluso de ofrecimiento. Un elemento fundamental es la idea de respeto, de consideración hacia los otros, siempre a través de la pintura.

En el "universo Iturria", todo es posible. Los objetos cobran vida propia y adoptan formas animales. Los hombrecitos con cara de sorpresa pueden convertirse en pájaro o en elefante. Los animalitos, en seres dotados de inteligencia y comprensión del drama humano. Los soldaditos, en signos del misterio y de la soledad del juego. Los ciclistas de juguete, de goma o plástico, pintados de brillantes colores, o incluso su mera sombra, corren con nosotros una carrera, una prueba, que lleva en su meta hasta el cielo, como en la rayuela.

Ese juego, solitario y ensimismado, no es banal. En él, el niño tiene sus primeras experiencias del riesgo, de la posibilidad continua de la caída y del fracaso, del dolor. Lo que hace que la obra de Iturria, en la que la ternura ocupa un espacio importantísimo, no derive nunca hacia el "ternurismo" o la "sensiblería" es, precisamente, que el juego: su recuperación en el recuerdo, vivir, pintar, se asume seriamente. A fondo. Con todas sus aristas. El filo de la exigencia infantil es siempre cortante, despiadado. En el juego, lo damos todo, nos lo jugamos todo. Nos va la vida en ello. En ese juego nos balanceamos. Deslizándonos una vez y otra hacia el abismo. Asumiendo el salto en el vacío. Siempre a punto de caer. Náufragos en la botella. Colgados en el alambre.

En esa estela, personas, juguetes, animales, objetos… son intercambiables, viven una metamorfosis sin fin. Se ven con los ojos de un niño. De un adulto que no renuncia a la limpieza y la exigencia en la mirada que vuelven desde la infancia fijada en la memoria. A través del cuestionamiento de la identidad, que hace surgir todo un registro específico de imágenes: familia, parientes, fotografías, altares, siluetas, registros, huellas. Que se desplaza en aviones, barcos y trenes. Que fija, a través del establecimiento de vínculos con el mundo animal e infantil, una identificación profunda entre los seres humanos, los animales y los objetos. Que se desplaza a través del agua, el espacio y el tiempo, utilizando la pintura que tiene, también ella, un carácter fluido.

La auténtica patria del hombre, sus verdaderas raíces, el núcleo del que todo fluye, es la infancia. Las obras artísticas de mayor intensidad: en la escritura, la música, las artes visuales… son aquellas que alcanzan a plasmar los ecos de aquello que se entrevió cuando éramos niños: una inmediatez plena de impulsos y emociones, en su modulación y despliegue hacia la visión, el oído y la comprensión del adulto.

¿Recuerdan El principito, Antoine de Saint-Exupéry, casi al comienzo…? ¡Qué falta de visión! Confundir una boa digiriendo un elefante con un sombrero. Decididamente, las personas adultas no saben mirar, o algo extraño: quizás una nube de preocupación por no poder tocar el cielo con sus manos se interpone entre sus ojos y lo que tienen delante. Dibujo, seres reales, o paisaje.

Cuando conocí, hace ya algunos años, a Ignacio Iturria en Montevideo comprendí casi enseguida que estaba frente a un dibujante de boas capaces de digerir elefantes. De hecho, los elefantes son figuras que aparecen una vez y otra en sus obras, aunque a salvo, lejos de las boas. Convertidos incluso en sofás: sofás-elefantes, que prolongan, en la pintura o el objeto escultórico, el espacio sin límites de nuestros juegos infantiles. Y es que, sin duda, el elefante es el animal totémico de Iturria. Entendiendo totemismo en el sentido profundo que desveló Claude Lévi-Strauss, como una clave simbólica de identificación y clasificación de los seres humanos en el mundo.

Iturria es un hombre grande, con un inmenso espíritu de niño en su interior que reverbera en sus ojos penetrantes. La pintura es su vida. Es capaz de pintarlo todo, como si una fuerza expansiva produjera una espiral conectando su cerebro, su mirada y todo su cuerpo en un fluido chorreante que toma las formas más variadas. Estoy seguro de que pinta mientras duerme. Ese compromiso sin fisuras, pleno, con el acto de pintar, asumido con la máxima seriedad, es a la vez lo que da cauce a la presencia del juego en todo lo que hace. En su caso, las expresiones pintar jugando o jugar pintando son exactamente equivalentes.

Y, desde luego, nada hay más serio que el juego. Si se alteran las normas, si no se respetan los pasos o procedimientos, el juego queda roto. Basta observar el ensimismamiento y concentración de los niños al jugar. El juego, cuando es de verdad y de eso se trata, te absorbe por completo, no deja resquicios. A través del juego viajamos a otro mundo, que está y no está en éste en que vivimos. El juego es el espacio de la realización soñada, el universo donde todo es posible, allí donde el individuo humano entrevé una omnipotencia que sabe y reconoce como inviable en su vida de todos los días. Como escribió el filósofo alemán Eugen Fink, el juego es un “oasis de felicidad”: “El juego” –escribe Fink (1957, 14)– “nos rapta. Al jugar nos liberamos, por un momento, del engranaje vital –estamos como trasladados a otro planeta donde la vida parece ser más fácil, más ligera, más feliz.”

Otro filósofo alemán, el gran pensador de la utopía Ernst Bloch (1959, 4), indica: “«Quisiera que todo fuera así», decía un niño, y se refería a una canica que se había ido rodando, pero que le esperaba. El juego es metamorfosis, pero una metamorfosis sobre suelo seguro, una metamorfosis que retorna. Según el deseo, los juegos transforman al niño mismo, a sus amigos, a todas sus cosas, haciendo de ello una lejanía conocida”.

El juego es, a la vez, una de las expresiones más intensas de la condición humana y una forma de estar en el mundo directamente relacionada con el arte. Quizás haya sido el gran poeta y pensador Friedrich Schiller quien mejor ha sabido desvelar la profunda significación del juego para los seres humanos. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, Schiller (1795, 241) afirma: “el hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega”. Schiller distingue dos instancias o impulsos constitutivos del ser humano, el impulso sensible, que se ocupa de situarlo dentro de los límites del tiempo y de hacerlo material, y el impulso formal, que resulta de su naturaleza racional y se encarga de proporcionarle la libertad. El impulso sensible implica ya la plena aparición de la humanidad, lo que llamamos sensación, y exige variación para que así el tiempo tenga un contenido. El impulso formal, en cambio, suprime el tiempo y la variación. El primero sólo da lugar a casos, el segundo dicta leyes, leyes para el juicio, si se trata de conocimientos, o leyes para la voluntad, si se trata de hechos.

Ahora bien, plantea Schiller, si se dieran los casos en los que el hombre hiciera a la vez “esa doble experiencia”, si sintiera su existencia y fuera consciente de su libertad, si se sintiera materia y se conociera como espíritu de manera simultánea, “entonces tendría en estos casos, y únicamente en éstos, una intuición completa de su humanidad”. Si tales casos pudieran presentarse en la experiencia, despertarían, observa Schiller (1795, 225), un nuevo impulso, el impulso de juego, que “se encaminaría a suprimir el tiempo en el tiempo, a conciliar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad”. Si tanto el impulso sensible como el impulso formal coaccionan el ánimo, el primero mediante leyes naturales, el segundo mediante leyes racionales, el impulso de juego, en el que ambos actúan unidos, “coaccionará entonces al ánimo, moral y físicamente. Ya que suprime toda arbitrariedad, suprimirá también toda coacción, y liberará al hombre tanto física como moralmente” (Schiller, 1795, 227). El impulso de juego, que se manifiesta en todos los seres humanos, y que tiene su prolongación en el arte, permitiría así trazar el itinerario que lleva verdaderamente a la posibilidad de la libertad en su pleno sentido, en la medida en que concilia las dos dimensiones de la naturaleza humana, la material y la espiritual.

Lo que Ignacio Iturria desvela en su pintura es esa viabilidad de la libertad en el juego, en el arte. Un juego que, en Iturria, se desliza por las aguas sinuosas del recuerdo, a través de los árboles de la memoria, que en su configuración mítica y simbólica, como Mnemósyne, madre de las Musas, era ya para los antiguos griegos la raíz de donde fluyen las artes. El cauce de la memoria en Iturria es, no obstante, fundamentalmente individual, íntimo. Desde luego, registra todas las experiencias centrales de la vida: la niñez, la familia, la pareja, el sexo…, pero lo hace envolviendo el recuerdo con una mirada sumergida en la distancia, como si siguiéramos siendo el niño que todos llevamos dentro. Eso permite que cualquier suceso o acontecimiento de la vida cotidiana: la visión de las casas, la ciudad, o los sitios que visitamos, se pueda integrar en lo que podríamos llamar el relato mítico de una infancia que sigue viva. En ningún caso se puede confundir una boa digiriendo un elefante con un sombrero.

4. Las redes del mundo

Formas visuales o palabras, el arte alcanza su consumación cuando a través del distanciamiento de los registros automáticos, gastados, consigue alcanzar una percepción novedosa, insólita, de lo que nos rodea. A partir de ahí, se instaura un mundo propio. Un universo de ficción que tiene sus propias reglas y su propia trama.

El universo creativo de Ignacio Iturria gira, todo él, en torno a la cotidianeidad, a las experiencias comunes del individuo urbano, en este siglo de informaciones acumulativas. De palabras, voces y ruidos intrusos, banalizadores. Que nos impiden ver el sentido de las cosas. Sumergiéndonos en ese mundo, Iturria intenta plasmar y comunicar con su pintura la experiencia de la vida. Las imágenes de referencia son las que nos acompañan cada día. Edificios de apartamentos. Habitaciones e interiores. Historias más o menos banales. Objetos en general dotados de vida propia. En particular, los muebles: aparadores, estantes, armarios, sofás, camas, lavabos, mesas, mesillas de noche, ordenadores y teclas que viajan sueltas... Son imágenes que están, sin embargo, sometidas a un procedimiento distanciador que nos hace percibirlas, a la vez, como intensamente conocidas y lejanas.

El conjunto se estructura en una trama a la vez poética y narrativa. Los cuadros y los objetos pintados de Iturria cuentan historias. Hay en ellos una secuencialidad, implícita o explícita, que tiene mucho que ver con las técnicas expresivas del tebeo (la historieta, el cómic) y de los dibujos animados. En ambos casos se puede encontrar esa variante de la representación, mínima y familiar, con la que los niños de la generación de Iturria aprendieron a leer y a interiorizar una representación secuencial, narrativa, construida sobre la fusión de la imagen visual y la palabra, antes de que la televisión lo invadiera todo. Cuando la radio era considerada un objeto de culto. Y antes de que las redes digitales hicieran aún más denso y complejo el entramado del mundo.

Las claves últimas de sustentación de esa abigarrada trama de imágenes son: el proceso de construcción visual, el jugar a fondo, seriamente, el juego de la pintura, la aceptación de que el sentido más profundo de ese y de todo juego es la experiencia de la soledad aceptada, cuestiones a las que ya me he referido. Y de ahí, el paso final: la pintura como ofrenda para los demás, para los otros seres humanos, y como comunicación con el cielo.

Después de su larga estancia en España, en Cadaqués, indica Iturria (1995, 32) que lo primero con lo que se encontró al volver a Uruguay fue la cotidianeidad: "La cotidianeidad te hace resurgir, te hace empezar a revalorar tu mundo personal, tu propia identidad. Al estar dentro, entonces empiezan a cobrar sentido los muebles, las sillas y te empezás a enganchar con otra época de tu vida donde había existido espontáneamente ese enganche con los muebles." Naturalmente, esa época a la que se alude no es otra que la infancia. Pero lo que alcanzamos así a comprender es de gran importancia: el viaje físico de ida y vuelta, de Montevideo a España y de nuevo a Montevideo, se dobla con el viaje interior, a través de la memoria, que permite el reencuentro, a la vez próximo y diferente, con lo más familiar.

Algunas categorías de análisis acuñadas por Sigmund Freud pueden resultarnos en este punto de gran utilidad. Para entender, en primer lugar, que Ignacio Iturria es un pintor "de interiores" en un sentido doblemente determinado, sobredeterminado. Sus obras nos sitúan siempre dentro de la casa, de la casa familiar. Incluso cuando salimos fuera: edificios, trenes, barcos, aviones. La casa es, simultáneamente, la casa de la memoria.

Todo brota de la intimidad, desplegándose como una reverberación de la infancia, como un retorno al mundo interior. Se trata de bucear en sí mismo, de no dejarse llevar por la mirada externa de las cosas. Y así, de ensimismarse en el ensueño, soñar despierto. El mundo interior de Ignacio Iturria, que en esta muestra se presenta también de forma directa en un espacio diferente, en su habitación interior… Para poder apreciar, en definitiva, el arco dentro-fuera de su construcción plástica. Su manera de estar en el mundo fuera del mundo.

El paso del tiempo, el trasiego de los viajes cada vez más frecuentes, la multiplicación y confusión creciente de los itinerarios y medios de transporte, la densidad abigarrada de las redes digitales que de modo creciente invaden nuestras vidas, abren todo tipo de grietas en esa casa de la memoria, cada vez más asediada.

Los protagonistas son, somos, siempre frágiles criaturas. Utilizando materiales y elementos del más variado origen y tipología, Iturria crea un escenario que sigue siendo intimista, ubicado en las penumbras de su imaginación, observando con humor e ironía la fragilidad de personajes y criaturas que vagan por un mundo insólito. Dibujados en la propia materia pictórica, directamente del tubo, alojados en el papel, el cartón, o el lienzo, los pequeños personajes de Iturria no pertenecen a ninguna especie en particular. Reducidos a a la mínima expresión, representan a la humanidad misma con todas sus variantes y en todos sus estados. Son, somos, ciudadanos perdidos en el ancho mundo, en un mundo inabarcable, de una inmensidad inaprehensible y desconcertante.

Una deriva que se hace particularmente intensa en sus obras de los últimos años, en las que cada vez emplea más el acrílico, con sus destellos fulgurantes, frente a la luminosidad más densa y matérica del óleo. Y es que en los últimos tiempos, en las últimas décadas, las redes del mundo se han ido haciendo cada vez más intensas, más enrevesadas y tupidas. Por ello, en la pintura de Iturria se acentúa ahora el latido del desconcierto, la representación de los itinerarios de la vida como un laberinto de situaciones, escenarios y conglomerados que se entrecruzan, no dejando ver las vías de salida, los espacios de llegada.

La continuidad, y diferencia, en la representación de la vida humana como itinerario, como viaje, puede apreciarse con claridad en lo que vemos en una hermosa pintura de 1993, una pareja solitaria que llega a su destino, desierto:

El camino (1993). Óleo sobre lienzo, 96 x 130 cm.

y lo que, en cambio, nos muestra una soberbia pintura realizada en este mismo año 2015, en el que percibimos un auténtico laberinto de trazados y elementos superpuestos, en los que es sumamente difícil distinguir a dónde conducen, a dónde llegan:

Soplando estrellas (2015). Óleo sobre lienzo, 163 x 363 cm.

Vemos así, en definitiva, cómo las grandes preguntas de la humanidad siguen latiendo en la obra de Ignacio Iturria: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? La vida es tránsito, viaje… y en este mundo cada vez más abierto, difuso, indefinido, viaje hacia lo desconocido.

5. Brazos al cielo

El pintor, el personaje solitario, que levanta sus brazos encaramado al techo en el último piso de la escuela, en el cielo del mundo, acaba siendo la expresión mejor definida del juego que Iturria nos propone. En el fondo, se trata del juego de la soledad.

La sensación de melancolía, o incluso de abatimiento, que producen algunas pinturas de Iturria, a pesar de su voluntad ideal de elevación, de su apuesta por el ser humano, tiene que ver sobre todo con el papel que la soledad juega en su obra. Intentando subir o elevarse, los personajes colgados o balanceándose, están solos. Los interiores desolados, despoblados, transmiten a través de la ausencia humana de un modo particularmente dramático la experiencia de la soledad. Para no hablar de los personajes metidos en las botellas, que con su mirada nos llevan a sentirnos en ese interior translúcido del que no hay salida posible. El primero de ellos es el propio Iturria.

En las botellas va el mensaje del náufrago, perdido en la más remota de las islas de la memoria y el tiempo. Un mensaje que se confunde con el propio personaje, embutido y apenas saliente. El hombrecito o la pequeña mujer emergentes, inscritos en la botella, con su llamada de auxilio por medio de su mirada perpleja para escapar de la irreparable soledad, mueca de la angustia irreprimible.

La cuestión decisiva es que eso que las personas tan difícilmente soportan constituye la dimensión más profunda de la capacidad creativa del individuo humano, ya se encarne ésta en cualquier dimensión del pensamiento o en cualquier arte. Como ya he indicado en otras ocasiones, el arte es una de las formas supremas de aprendizaje de la soledad.

Por lo tanto, eso es algo que un artista ha de asumir casi como un planteamiento previo en su proceso de maduración. En la costumbre de aislarse en sus juegos infantiles, de ir, según la expresión con que contestaba a su madre, "a las cosas mías", Iturria (1995, 29) sitúa "un principio muy importante para el encuentro contigo, que es lo más sustancial para poder trabajar, porque en el fondo la soledad es la constante."

En el fondo, ya adultos, muy pocos seres humanos saben jugar. Porque muy pocos saben y aceptan estar solos. Ahí reside la grandeza del arte: en permitirnos establecer un hilo de comunicación entre nuestra capacidad infantil de jugar y su prolongación en el universo adulto de la imaginación y la memoria. No sabe jugar quien no sabe estar a solas consigo mismo.

Lo que para el niño es espontáneo, para el adulto es casi siempre un arduo proceso de conquista. Un tortuoso camino que exige romper con la mentalidad productivista y calculadora. Sólo las mentes más abiertas son capaces de alentar la utopía del juego, el vislumbre de un territorio no roturado según las férreas normas del "principio de realidad", de buscar ese "oasis de felicidad" (Fink, 1957) que convierte el vivir en un ejercicio creativo.

Nadie dijo que fuera fácil o sencillo. Lo peor es la sonrisa autosatisfecha del idiota que cree vivir en el mejor de los mundos posibles, en un mundo que no necesita cambios. Los personajes de Iturria transmiten la insatisfacción consustancial al ser humano, el deseo de mejorar, de avanzar en la aventura de la vida. Y lo hacen jugando, tomándose en serio el juego, algo que en la pintura alcanza su máxima proyección, porque en ella todo es posible, cualquier idea, incluso la más peregrina, toma cuerpo, se hace realizable, "la vemos" con nuestros propios ojos.

Se trata, en el fondo, de jugar juntos. De aprender verdaderamente a compartir, como sólo los niños son capaces de hacer. Eso, que constituye la médula más profunda del universo plástico de Ignacio Iturria, es lo más difícil. La tarea que entraña más riesgos. Porque saber compartir o jugar con los demás implica como condición previa saber estar solo consigo mismo. Aprender que, en el fondo, en las situaciones cruciales de la vida: el nacimiento, el amor, la muerte, estamos inevitablemente solos.

Iturria habla, explícitamente, de la necesidad de la esperanza y de la fe, y no sólo en un sentido religioso. Esperanza en que las cosas mejorarán, fe en que lo auténticamente positivo acabará abriéndose camino. Naturalmente, esos aspectos se aplican de un modo primordial al compromiso con la propia obra. Un artista que no cree hasta el fondo de sí mismo en lo que hace, difícilmente llegará a plasmar nada importante. En Iturria destaca la convicción en el trabajo propio, la creencia y persistencia en el valor de la propia obra. En ese sentido, él mismo alude al ejemplo de Pablo Picasso.

Habría que hablar propiamente de utopía. Que, como señala Ernst Bloch, inicia su vuelo siempre a partir del territorio más oscuro y desesperanzado. De la utopía de una persistencia de la infancia en el arte, a pesar de la asunción convulsiva y luego tranquila de la madurez. Y desde esa utopía: seguir siendo niños, ser capaces de cuestionar el orden habitual de las cosas. Porque utopía, además de fabulación de un no lugar, es en primera instancia negación de lo existente, rechazo del mundo establecido.

Con la precisión del detalle, que fija sus mínimos gestos o muecas, los habitantes de este territorio sin lugar parecen flotar en un sueño. Aunque, siendo más precisos, habría que hablar de ensueño. Si es verdad que en ocasiones podamos pensar en pesadillas, incluso en sueños angustiosos, los personajes de Iturria se relacionan más con el soñar despierto, con la fantasía diurna, que tiene un papel tan decisivo en la actitud de rebeldes, inconformistas, poetas o filósofos. Porque el ensueño deriva de modo directo de nuestro asombro frente al mundo. De la pregunta de por qué, en lugar de no ser, las cosas son. Del cuestionamiento acerca de por qué son así, y no de las otras muchas maneras posibles.

Aun cuando a veces parecieran caer, los personajes de Iturria siempre suben, ascienden, encarnando así una dinámica ascensional, de utopía, de esperanza. En sí mismos y en los demás Y eso a pesar de que el punto de partida de su movimiento sea casi siempre una experiencia de soledad perpleja.

La dimensión tiempo: la retención estética del instante de plenitud o de incertidumbre, plasmada en la obra como presente activo y constante, desempeña un papel fundamental. Los personajes emergen del mundo del juego, en el reflujo de la memoria, potenciado en cuadros y objetos hasta el infinito. En el juego de la pintura, todo se hace viable, con las mismas piezas del recuerdo retenido desde la infancia y sometido a la rueda sin fin de las metamorfosis de la imaginación.

Además del juego de la imaginación, la otra gran potencia creativa en la pintura de Iturria es la memoria. Unificadora de los recuerdos, siempre fragmentarios y volátiles, la memoria construye un entramado, una especie de tela de araña, que remite al trasfondo de todo lo que se vive como experiencia, presente y futura, y es fijado en el espacio de la representación. No sólo para ser visto, también para ser recordado.

En el flujo de la memoria se sitúa la ubicación inicial del yo en la familia, y luego vienen los países y las historias, los desplazamientos humanos y la voluntad de echar raíces, de asentarse. Y también las experiencias vividas: las guerras fratricidas, las dictaduras, el sufrimiento humano, los muertos con violencia, los desaparecidos. Lo que fue, y ya no es, permanece vivo en la memoria. En ella, siguen vivos los que ya no están. Muerte y vida tienen, así, una fluida continuidad en la tierra del recuerdo.

Esta dimensión existencial dota a la pintura de Iturria de un sentido de trascendencia y compromiso con los seres humanos que considero sumamente importante. Los personajes de sus cuadros y objetos pintados: solitarios o miembros de un universo colectivo, plantean siempre la cuestión de la identidad, entre la individualización y el anonimato.

Por otra parte, esas teselas pictóricas son también registro en el lienzo de la huella y el aura de la fotografía, en su vertiente personal: de retrato. La foto de carnet o la foto del álbum de recuerdos. Por ello, vistas desde el ahora, las imágenes adoptan el colorido apagado, gris o marrón, que el paso del tiempo imprime en las viejas fotografías. Un colorido que coincide también con el que la memoria filtra los recuerdos del pasado.

Todo forma un entramado, una tela de araña imaginaria. Las líneas que unen las pequeñas imágenes-fotografías: sombras pintadas o efecto del rasgar de la espátula, forman una retícula, una estructura, imposible de percibir desde la soledad monádica, autosuficiente, de cada personaje, pero perceptible en cambio para un espectador externo.

El efecto de paso del tiempo sobre la imagen de las personas se acentúa aún más con la superposición sobre el mosaico de retratos de la sombra y silueta de lo no humano próximo, vestigio de la experiencia vivida, aquello que nos acompaña y filtra el recuerdo de los otros. Esas sombras son, en Iturria, las mismas de su universo infantil, de sus juegos y ensueños: elefantes, cebras, sofás, aviones...

Los cuadros se convierten entonces en conjuntos de pequeñas estampas votivas del pasado, en exvotos, que invocan a los otros: a los más próximos y a los que nunca conocimos, pero comparten plenamente con nosotros goces, sufrimientos y deseos, la experiencia de humanidad.

Tanto las pinturas como los objetos: mesas y mesillas de noche, con retratos, sombras y huecos, deben ser considerados elementos de altares o propiamente altares, que cumplen en nuestro presente la función de evocar a los demás, los que viven junto a nosotros y los que ya se fueron, en la común condición de seres humanos.

Pero ese registro brota de las raíces más originarias del arte, de su función de evocación de los muertos, de los desaparecidos, de los ausentes. Una función que en la aurora clásica del mundo griego antiguo iría dando paso, poco a poco, a la emancipación de la forma plástica. A la autonomía de la representación, de la imagen artística, respecto al ritual. Lo que sucede es que, en su trasfondo, esa derivación del ritual, de la ceremonia de evocación del otro, que es también nuestro doble, sigue operando activamente en el arte de mayor exigencia. Y de un modo particularmente acusado y relevante en la obra de Ignacio Iturria.

Hay muchas imágenes y elementos que subrayan esa concepción ritual de la pintura en Iturria. Para él, pintar es como una ceremonia. El lienzo se identifica con el cielo, ante el cual el pintor, como una figura orante, levanta sus brazos para dar paso a la aparición de las formas. El trabajo del pintor requiere no sólo técnica y, desde luego, concentración y entrega. Exige, incluso, preparación, adecuación física y mental al acto de pintar, que supone un corte absoluto con cualquier otro elemento del mundo exterior, con toda forma de dispersión o distracción. Ese "encerrarse en la pintura", tan característico de Iturria, que pierde la noción del tiempo mientras trabaja, llega a suponer una forma de privación bastante cercana, por ejemplo, al ayuno que se practica como vía de preparación para tantos rituales.

Iturria dice que, igual que en el fútbol, no se pinta bien con la tripa llena. Por eso, es normal que pase horas y horas pintando, sin comer. El fútbol, al que él es tan aficionado, no sólo es un juego, sino un juego particularmente "ritualizado". Sobre todo cuando se juega con amigos y compañeros, con los que se experimenta esa dimensión profunda que aparece siempre en todo ritual: compartir.

Hay, por tanto, en Iturria un nexo profundo entre el acto de pintar y un círculo unitario de sentidos integrado por la oración, el ritual y el juego. El anagrama visual más intenso y expresivo de ese círculo es la figura del pintor con los brazos levantados, representado con camisa blanca. Obviamente, es un autorretrato. Pero, en el plano de la continuidad de las imágenes del que ya hablé más arriba, se trata a la vez de una figura que nos lleva directamente a un motivo iconográfico central en nuestra tradición de pintura.

Lo podemos apreciar, por ejemplo, en El Greco:

El Greco: Visión del Apocalipsis (1608-1614). Óleo sobre lienzo, 225 x 199 cm. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

Pero desde ahí, desde un sentido religioso, el sentido de la imagen se desplaza hacia la humanidad sufriente, en la figura del personaje central de Los fusilamientos del 3 de mayo, de Francisco de Goya:

Francisco de Goya: Los fusilamientos del 3 de mayo (1814). Óleo sobre lienzo, 266 x 380 cm. Museo del Prado, Madrid.

Y en un paso más, siempre como un eco visual persistente del sufrimiento humano, pero en un giro del espejo que nos lleva al dolor de las mujeres en las guerras, también en una figura característica del Guernica, de Picasso, quien a su vez, como él mismo hizo explícito, dialogaba en su cuadro con el de Goya:

Pablo Picasso: Guernica (1937). Óleo sobre lienzo, 349,3 x 776,6 cm. Museo Reina Sofía, Madrid.

Pablo Picasso: Guernica [detalle].

Y de nuevo en Iturria, en quien este motivo aparece una vez y otra:

Gritos (1999). Óleo sobre lienzo, 38 x 46 cm.

y que en este caso, con las figuras del toro y del caballo, establece un diálogo directo con el Guernica de Picasso.

Esa continuidad en la imagen no sólo muestra la persistencia y apropiación de la tradición pictórica española en la obra de Ignacio Iturria, sino también y es lo que me interesa destacar ahora, el paralelismo que así se hace explícito entre la dimensión sacrificial de su pintura y ese otro gesto del hombre ante la muerte, a punto de caer por el impacto de los fusiles en la obra de Goya. La pintura aparece así como una forma de darse, a los demás y por los demás, como una forma ceremonial de sacrificio. El pintor se convierte en un nuevo Cristo que sostiene con sus brazos en cruz a toda la humanidad.

Es, por otra parte, algo a poner en relación con la dimensión religiosa, bastante profunda, aunque lógicamente no tiene por qué aparecer en una forma superficialmente explícita, que caracteriza toda la obra de Iturria. Comentando su fascinación por la forma de los aviones, que vuelan por todos los cielos de su pintura, Iturria me dijo: "Al fin y al cabo, el avión es una cruz." Agregando seguidamente: "Y además está en el cielo." La cruz es, en sí misma, símbolo de un sacrificio. Nada menos que del sacrificio de dios hecho hombre, para redimir al género humano de su pecado y consiguiente caída. El pintor de camisa blanca y brazos levantados forma el signo de la cruz hacia el cielo. Intentando hablar con el cielo por todos los seres humanos que vivimos en la tierra.

Pero los brazos al cielo de las figuras humanas son también un signo de rebeldía, de protesta, de invocación de un mundo mejor ante la destrucción, la violencia, el sometimiento, la injusticia en que vivimos. Precisamente porque mirando arriba nuestros ojos vislumbran la imagen de un mundo mejor, el deseo de elevarnos. Siendo humanos, pero deseando ser ángeles: levantar los brazos al cielo para orar, o para expresar el rechazo, la rebeldía frente a la violencia, la destrucción, la muerte. Para rememorar a los caídos, a los engullidos en la tierra, a los violados, a los desaparecidos, a los muertos por la violencia innombrable.

6. La luz de los sueños

Los brazos al cielo, el deseo de volar, nos llevan directamente a esa luz que buscamos, y que no siempre podemos alcanzar. A la oscilación, a los quiebros de la luz que se alcanzan a ver en el ensueño: la luz tenebrosa de las pesadillas y la luz de plenitud de los sueños abiertos, aquellos que nos conducen a la iluminación de un mundo más allá de éste, en el que habitan eros y la expansión de la vida. Esa iluminación que la gran pintura hace visible en su luz.

La flecha que une, en Iturria, el juego y el arte, a través de la memoria, es el deseo. Deseo ensimismado de personas y cosas, de estar y actuar con ellas, cambiando la con frecuencia gris realidad cotidiana por un mundo mejor, lleno de matices y contrastes, con el brillo del ensueño. Su pintura transmite una voluntad de afirmación de la vida, un optimismo, que, a pesar de la consciencia del dolor y del sufrimiento, nos hace comprender todo aquello que de hermoso, e incluso heroico, tiene la existencia. Con Iturria nos situamos en la región del ensueño, en ese mundo entre mundos al que sólo se llega cuando somos capaces de soñar despiertos.

Con ello entramos en la esfera de la utopía, de la esperanza en una vida y en un mundo mejores. “¡Con qué abundancia” –escribe Ernst Bloch (1959, XI-XII)– “se soñó en todo tiempo, se soñó con una vida mejor que fuera posible! La vida de todos los hombres se halla cruzada por sueños soñados despierto; una parte de ellos es simplemente una fuga banal, también enervante, también presa para impostores, pero otra parte incita, no permite conformarse con lo malo existente, es decir, no permite la renuncia. Esta otra parte tiene en su núcleo la esperanza y es transmisible.”

Sin esa capacidad para soñar, sin ese deseo de que la existencia pueda por fin alguna vez ser amable, cálida y arropadora como entrevemos en nuestros juegos, la vida se convertiría en pura renuncia, en fatalismo más o menos conscientemente asumido. Son los casos en los que vemos un sombrero, cuando el dibujo representa a una boa digiriendo un elefante. Así que hay que darle la vuelta a las cosas. Jugar y soñar. Con Ignacio Iturria.

Volvamos al principito, a Saint-Exupéry (1946, 81):

“–En tu tierra –dijo el principito– los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín… Y no encuentran lo que buscan…

–No lo encuentran… –respondí.

–Y, sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o en un poco de agua…

–Seguramente –respondí.

Y el principito agrego:

–Pero los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón.”

Porque de eso se trata: de saber mirar. O de aprender a mirar. De saber mirar con el corazón.

REFERENCIAS

  •  Ernst Bloch (1959): El principio esperanza. Tomo I. Tr. esp. de Felipe González Vicén; Aguilar, Madrid, 1977.
  •  Eugen Fink (1957): Oasis de la felicidad. Pensamientos para una ontología del juego. Tr. esp. de Elsa Cecilia Frost:; UNAM, México, 1966.
  •  Ignacio Iturria (1995): “Diálogo con Ignacio Iturria”, por Martín Castillo, en el catálogo: Iturria. Presente y memoria de un taller; Galería Sur, Punta del Este.
  •  José Lezama Lima (1957): La expresión americana; Alianza Editorial, Madrid, 1969.
  •  Antoine de Saint-Exupery (1947): El principito. Tr. esp. de Bonifacio del Carril; Salamandra, Barcelona, 1998.
  •  Friedrich Schiller (1795): Cartas sobre la educación estética del hombre. Tr. esp. de Jaime Feijóo y Jorge Seca; Anthropos, Barcelona, 1990.
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