José Jiménez

"Donde no cantan los pájaros, ¿de qué nos hemos privado? Donde no brota el trigo, ¿qué podemos esperar? Este mundo sin amor, viudo del sol, ¿qué es para nosotros?"

Paul Eluard: Los juegos de la muñeca (1939), IV.

"Où les oiseaux ne chantent pas, de quoi ne sommes-nous pas sevrés? Où les blés ne poussent pas, que pouvons-nous espérer? Ce monde, sans amour, veuf du soleil, que nous est-il?"

Paul Eluard: Les Jeux de la Poupée (1939), IV.

 

 

1. Cocer los alimentos, cultivar los cereales.-

En un relato hasídico que lleva por título Lo que comen los ricos, se cuenta que un hombre acomodado había ido a ver a un zadik o líder espiritual. Cuando éste preguntó al visitante qué comía, él respondió que tenía gustos muy simples, y le bastaba con pan, sal y agua. "¡Qué idea!", censuró el zadik, y agregó: "Vosotros los ricos debéis comer bien, y beber hidromiel." Y no dejó que su visitante se marchara hasta haber obtenido de él la promesa de que así lo haría en adelante.

Sorprendidos por tan extraño consejo, los seguidores del zadik le preguntaron por qué razón había hablado así al visitante. Y el hombre sabio respondió: "Si come carne, sabrá que los pobres necesitan pan. En cambio si él se alimenta de pan, imaginará que los pobres pueden comer piedras."

Con el profundo sentido social que caracteriza al hasidismo, la historia nos habla del papel central del pan en la alimentación humana. E incluso de algo más importante desde un punto de vista simbólico, de su función de nivelación humana: todos los hombres sin excepción, pobres o ricos, tienen derecho al pan.

Esa función de integración antropológica, de "humanización", que el pan desempeña, nos explica su importancia en los más diversos sistemas míticos o religiosos de creencias. Así como su carácter emblemático desde un punto de vista político ("la conquista del pan"), en los ideales laicos de emancipación social característicos de los tiempos modernos.

Alimento de los hombres, obtenido a través del cultivo del cereal, y de su preparación y cocción posteriores, el pan, ese símbolo de la alianza establecida desde tiempos inmemoriales entre el ser humano y los frutos de la tierra, es la mejor vía de acceso a la riqueza y complejidad de sentidos que encierra El ritmo del tiempo, la hermosa instalación multimedia de Patrick Mimran.

Todo está dispuesto para la comida. El banquete. La celebración ritual. Los grandes paneles pictóricos con las fases del sol hablan con los alimentos y objetos dispuestos sobre la gran mesa como en una ofrenda. Las proyecciones de luz, las palabras, los ruidos y la música subrayan el carácter dinámico del proceso: todos los sentidos convergen, comparten una pauta rítmica interior. Las imágenes de vídeo enlazan el ayer con el hoy, la gestación con la infancia, el cultivo de la tierra con la utopía de una humanidad compartida.

Los sonidos y las formas de la vida: palabras, música, colores, luz, fluyen ante nosotros envolviéndonos en un juego de resonancias metafóricas. Evocación del sol, la luz natural y la comida humana en la casa destinada ahora al arte, el Almudín de Valencia. Un antiguo edificio construido con formas góticas, durante largo tiempo sede del comercio de cereales, cuyos orígenes se remontan al siglo XIII y con un trayecto histórico que prácticamente dura hasta comienzos de nuestro siglo. Convertido en Museo Paleontológico entre 1908 y 1989 y utilizado en los últimos años como espacio de exposiciones de arte.

El grano, los cereales, y las obras artísticas como vías de humanidad, como alimentos del ser humano, unidos en el arco de la imagen. El universo plástico, poético y sinestésico, puesto en pie por Patrick Mimran nos lleva a los estratos antropológicos más profundos. A diferencia de las otras especies animales, hermanas nuestras por otra parte, el ser humano se caracteriza por la preparación de sus alimentos, por "cocinarlos".

El robo del fuego por Prometeo para donarlo a los hombres restituye en el contexto del mito el paso de la naturaleza a la cultura. Pero lo hace, ante todo, porque con ello se simboliza el dominio humano sobre ese elemento natural que permite preparar los alimentos: el paso de "lo crudo" a "lo cocido". Con él, los hombres se diferencian de un modo definitivo de las bestias. En un plano paralelo, la aparición de la agricultura viene a significar lo mismo: "Los cereales y de forma general todas las plantas cultivadas se oponen, para los griegos, a las plantas salvajes como lo cocido a lo crudo" (Vernant, 1979, 69).

Adquirido ya plenamente el "estado humano" con la cocción de los alimentos y el cultivo de los campos, se produce otro "salto" de no menor importancia para el desarrollo de lo que llamamos cultura. Ese salto es el que tiene lugar con la utilización de todo un conjunto de reglas de comportamiento durante la comida, que hace de la ingestión humana de alimentos un proceso aún más intensamente alejado de la dimensión estrictamente "natural", animal, del comer. "Las maneras de la mesa", en toda su diversidad y variación, establecen en cada caso las pautas de respeto hacia los otros que permiten convertir el acto de comer en un fenómeno de cultura.

No es exagerado afirmar que en determinados contextos antropológicos la configuración cultural de la comida permitía establecer una equiparación de los hombres entre sí y de todos ellos con los dioses. De este modo, la comida se insertaba en el mismo contexto del ritual. De aquellas conductas regladas, estereotipadas, en las que, compartiendo un tipo de experiencias, los hombres podían evocar lo ausente y lo invisible. Los antepasados y los dioses. La plegaria antes de comer, bendecir la mesa en un acto de acción de gracias a la divinidad por los alimentos, es todavía un signo plenamente vivo de ese origen ritual de la comida humana.

Si nos remontamos a los inicios de nuestra tradición de cultura, a la Antigua Grecia, advertimos que todas las actividades oficiales en la ciudad-estado (pólis) comenzaban por un sacrificio seguido de una comida (Detienne, 1979, 10). De hecho, los orígenes de la cultura y del sacrificio coinciden en la misma figura, en el dios-titán Prometeo.

La necesidad de robar el fuego para entregárselo a los hombres deriva, precisamente, de la institución del sacrificio, en la que, con engaño, Prometeo destina a los dioses los huesos y la grasa, mientras reserva para los hombres la carne y las vísceras. El episodio se relata así en la Teogonía (535-542), de Hesíodo: "Ocurrió que cuando dioses y hombres mortales se separaron en Mecona, Prometeo presentó un enorme buey que había dividido con ánimo resuelto, pensando engañar la inteligencia de Zeus. Puso, de un lado, en la piel, la carne y ricas vísceras con la grasa, ocultándolas en el vientre del buey. De otro, recogiendo los blancos huesos del buey con falaz astucia, los disimuló cubriéndolos de brillante grasa." Hombres y dioses "comen", pero aunque haya un principio de comunicación en ese acto tan distinto de la ingestión "natural" de las bestias, hay en él también un principio de "polaridad", de contraposición.

Invitar a comer a los dioses o participar en sus banquetes no era una cuestión simple. A diferencia de Prometeo, Tántalo era amigo íntimo de Zeus, quien lo admitía en las comidas de néctar y ambrosía del Olimpo. Pero, enloquecido, acabó revelando los secretos de Zeus y robando los manjares divinos para compartirlos con sus amigos mortales. Jugaba con fuego. Porque, además de la transgresión, el alimento de los dioses era enteramente diferente del de los mortales.

Antes, sin embargo, de ser descubierto, Tántalo llegó todavía más lejos. Había invitado a los Olímpicos a un banquete cuando descubrió que los alimentos que había en su despensa eran insuficientes, ante lo cual despedazó a su hijo Pélope y agregó los trozos de su carne al guisado en honor de los dioses. Bien fuera una muestra de buena voluntad, o un intento de poner a prueba la omnisciencia de Zeus, su metis, el resultado fue que todos los inmortales reconocieron lo que tenían en el plato y lo rechazaron con horror, a excepción de Deméter quien, trastornada por haber perdido a Perséfone, comió una parte de los despojos de Pélope.

Por sus dos actos de transgresión, Tántalo fue castigado por Zeus. Primero con la ruina de su reino, y después de su muerte con el tormento eterno. Cuelga, consumido perennemente por el hambre y la sed, de la rama de un árbol frutal que se inclina sobre un lago pantanoso. Su historia desdichada nos habla de la importancia cultural de la reglamentación del alimento, de lo que está permitido o de lo que está prohibido comer, de la relevancia de los tabúes alimenticios. Y, sobre todo, de la nítida línea de separación entre lo que comen los dioses inmortales y el alimento de los humanos mortales.

2. El que come el pan.-

En el caso de Prometeo, es su engaño lo que hace que Zeus niegue el fuego a los hombres. Además, de forma paralela los dioses "esconden" el grano bajo tierra. El paso al estado de cultura se representa así, en el mito, como el fin de la "Edad de Oro", y la aparición de la necesidad del trabajo, del cultivo agrícola de la tierra. Para cumplir con el objetivo primario, tener en casa en abundancia "el sazonado sustento, el grano de Deméter" (Trabajos y días, 31-32), el hombre se ve desde entonces obligado a regar con su sudor los surcos de la tierra.

Los alimentos cereales, el grano, obtenidos gracias al trabajo, ocupan una posición análoga a la de los trozos de carne en el sacrificio, "la cultura cereal es pues la contrapartida del rito sacrificial, su reverso" (Vernant, 1979, 60). Como la víctima del sacrificio, el alimento cereal es consumido al término de un intercambio reglamentado con los dioses. El cultivo del grano y el trabajo agrícola se conciben como un auténtico culto que el campesino rinde a la divinidad.

Por otro lado, es esa relación con el alimento cereal lo que define a los seres humanos y los diferencia de los dioses. Éstos "no comen pan ni beben el negro vino, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales" (Ilíada, V, 339-343), mientras que Hesíodo caracteriza al hombre, en tanto que agricultor, como "el que come el pan" (Trabajos y días).

Hay, además, otro importante paralelismo con el sacrificio a los dioses en el plano del ritual, de las ceremonias. Me refiero a las fiestas, que marcan de modo tan decisivo las fases del trabajo agrícola, así como el paso y la sucesión de las estaciones, el ritmo del tiempo. Así caracteriza Hesíodo la situación de aquellos que no quebrantan a Dike, la Justicia, hija de Zeus: "Jamás el hambre ni la ruina acompañan a los hombres de recto proceder, sino que alternan con fiestas el cuidado del campo." (Trabajos y días, 230-232).

En esas celebraciones el pan juega un papel simbólico de primer rango: "los panes de que se trata tan a menudo en ciertas fiestas, y que han sido aportados por los asistentes, tienden a convertirse por sí mismos en panes benditos." (Gernet, 1968, 57).

El carácter periódico de las fiestas, en paralelo al fluir de las estaciones, tenía como objeto establecer una comunicación de los hombres con las fuerzas impersonales de la naturaleza y favorecer su participación en las ceremonias y ritos: "La idea de una participación de la naturaleza en las operaciones religiosas de los hombres es una de las que han permanecido más vivaces y evidentes en los cultos agrarios." (Gernet, 1968, 53).

El banquete ceremonial, el festín de la comida en las fiestas campesinas sería una de las manifestaciones más antiguas del rito, como advirtió ya Aristóteles en su Ética a Nicómaco (VIII, 9, 1460a): "los sacrificios y reuniones antiguos parecen haber tenido lugar después de la recolección de los frutos, a modo de ofrenda de primicias, porque era en esa época cuando los hombres disponían de más ocio." En esas ocasiones, señala también Aristóteles, se tributaban "honores a los dioses", a la vez que se procuraban "momentos de descanso acompañado de placer."

Las comidas ceremoniales en las fiestas campesinas más antiguas implicaban también el intercambio y la reciprocidad de bienes, la esfera del "don", de la donación (Gernet, 1968, 46), cuyo sentido antropológico general fue establecido por Marcel Mauss. La donación se vive como "regalo", con la alegría que lo aparentemente "gratuito" ocasiona, aunque en el fondo exija la reciprocidad, la contraprestación.

El sentido gozoso del don, unido a la idea de reciprocidad, se percibe vivamente en Virgilio: "alegres cuidan entre sí los recíprocos banquetes" (mutuaque inter se laeti conuiuia curant, Georg., I, 300). De ahí derivaría "la noción de comercio", implicada en el intercambio (Gernet, 1968, 52). Aunque la función simbólica más importante de todo el complejo ceremonial de las comidas campesinas es asegurar "el retorno de los frutos de la tierra" (Gernet, 1968, 56).

Pero es preciso poner de relieve, una vez más, el paralelo entre el sacrificio y la fiesta campesina, en la función de evocación, que aparece en ambos, y que supone el establecimiento de una comunicación no sólo entre los participantes y de estos con los dioses, sino además con los muertos.

En el mismo contexto cultural, en las etapas más remotas del mundo griego, los vivos no son los únicos convocados a las fiestas campesinas. En ellas, "en el fondo religioso más antiguo", los muertos "ocupan un lugar preponderante" (Gernet, 1968, 38) Las fiestas, al menos algunas de ellas, están marcadas por la celebración de las bodas, los esponsales, con todas las asociaciones que ello permite establecer con los ritos ancestrales para favorecer y agradecer la fertilidad de la tierra. Pero mientras esas fiestas se solían celebrar a fines del otoño, "las fiestas de los muertos son sobre todo las del final del invierno." (Gernet, 1968, 41).

Walter Burkert (1972) ha señalado una identidad de estructura y función entre el sacrificio y los ritos funerarios, destacando el papel que juega en ambos casos la comida ceremonial. Según Burkert (1972, 50): "El elemento más extendido en los funerales –tan obvio que puede parecer que no merece la pena mencionarlo- es el papel que desempeña el comer, i. e., la comida funeraria.".

No resulta, entonces, extraño que los griegos emplearan una única palabra: "mágeiros", para designar al carnicero, al cocinero y al sacrificador. Todas esas funciones se consideraban pertenecientes a un mismo campo semántico, a una misma unidad de sentidos. Lo decisivo es la participación en la comida, y por eso "la ofrenda de una víctima sacrificial es pensada y practicada como una forma de comer juntos." (Detienne, 1979, 21).

La comida ceremonial es, en definitiva, en sus diversas variantes, un acto que establece una comunidad, una communio. Los comensales, presentes materialmente o evocados, vivos, muertos o dioses, alcanzan esa profunda unidad que propicia, más que ninguna otra cosa, compartir la comida.

El alcance simbólico de la cuestión es tan intenso que se llega a producir una identificación de la víctima sacrificial con la misma divinidad. Zeus, el padre de los dioses, se transforma en toro. Un animal cuya forma adopta también Diónysos. Que aparece además como un niño en los cultos mistéricos, en un relato sagrado, en un mito, particularmente relevante.

Mientras que el niño-dios juega, sus asesinos: los Titanes, cubiertos con una máscara de tierra blanca, se aproximan, le matan, le despedazan, arrojan sus miembros a un caldero, donde los asan, y después los devoran, salvo el corazón. El rayo de Zeus convierte entonces a los Titanes en humo y cenizas, de donde saldrá la actual especie humana, ligada por una parte a la materialidad culpable de los Titanes y por otra a la espiritualidad divina de Dionysos. A partir del corazón restante, Zeus hace renacer al niño-dios.

Muerte y renacimiento. Pero, sobre todo, sacrificio del dios para posibilitar la regeneración del ser humano. En un contexto ceremonial en el que la comida, la ingestión del cuerpo del propio dios, desempeña un papel primordial. Los paralelismos con la historia de Cristo, el hijo de dios crucificado para así redimir, a través de la asunción divina de la naturaleza humana, la culpa original de los hombres, son evidentes.

Y particularmente relevantes, en un plano simbólico, en la institución del ritual de la eucaristía, en el que el pan y el vino se transforman en cuerpo y sangre del dios, ingeridos por los creyentes. Una ceremonia que conmemora una "comida" muy especial: la Última Cena de Cristo, el Hijo de Dios. La muerte sacrificial como perspectiva de regeneración de la vida. En este caso, la redención espiritual de todo el género humano.

Esos paralelismos fueron ya señalados por Henri Hubert y Marcel Mauss, en su Ensayo sobre el sacrificio, en el que, en referencia al mito de Diónysos, señalan: "Transformado y sublimado, el sacrificio del dios fue conservado por la teología cristiana." (Hubert/ Mauss, 1899, 300). Friedrich Nietzsche, en cambio, encontró en la contraposición entre la afirmación de vida de Diónysos y el sacrificio del Crucificado uno de los elementos cruciales de su filosofía. En todo caso, en el "cordero pascual", que designa aún hoy a Cristo, podría reconocerse la víctima habitual de un sacrificio agrario o pastoral, similar al toro de Diónysos, o a cualquier otro animal que simbolice "el espíritu del trigo".

3. El doble, el simulacro.-

Diónysos, esa divinidad probablemente de origen tracio, que en la historia agraria de la cultura griega antigua expresa una cierta oposición entre el cultivo de los cereales y los frutos de árboles y plantas, desempeñaba un importantísimo papel en la celebración de las comidas de vivos y muertos. Es una personalidad compleja en razón de las actividades religiosas mismas ligadas a su nombre, como indica Louis Gernet (1968, 61): "el momento del año en que se sitúan las festividades dionisíacas es el de una vida popular intensa en que las comidas en común traen consuelo y alegría; pero también es tradicionalmente el que marca el contacto con el mundo del más allá, que es al mismo tiempo el mundo de los muertos (de donde provienen, nos dice un texto hipocrático, los ´alimentos´)".

Los banquetes funerarios tienen también una importante presencia en todas las fases de la cultura de Roma. Entre todos los aspectos que decoran las tumbas etruscas de los siglos VI y V a. C., representando la vida del más allá, la comida de los muertos alcanzará la más intensa perduración: "De todos estos motivos el del simposio (fiesta de la bebida), donde se ve a los que han partido reclinados, en grupos o individualmente, en banquetes del otro mundo, estaba destinado a disfrutar de la mayor boga y la más prolongada historia a todo lo largo del desarrollo del arte romano. (Toynbee, 1971, 12).

Además del sacrificio y los rituales de purificación, las comidas en honor a los muertos y las ofrendas de alimentos en sus tumbas, consumidos en ocasiones por las personas que pasaban hambre, eran fundamentales en el complejo culto funerario romano (Tounbee, 1971, 50-51). Los relieves, las estelas, los contenedores de cenizas y altares, los sarcófagos decorados, las efigies y esculturas, transponían a la piedra y el mármol la evocación de los difuntos y de los antepasados (Toynbee, 1971, 245-281). Los bustos de los muertos eran a veces situados en nichos en las paredes exteriores de las tumbas.

La relevancia que alcanzaron los funerales públicos (funus publicum) tras la muerte del dictador L. Cornelio Sila el año 78 a. C., celebrados anteriormente sólo en ocasiones excepcionales, daría paso después a las grandes ceremonias en honor a los emperadores (funus imperatorum), que desempeñarían un importante papel en su divinización (Arce, 1988). Más allá de los funerales, el establecimiento de un sistema unitario de representación en la época de Octavio Augusto y su utilización en clave política sería un elemento clave en la expansión universalista del imperio romano, a la vez que un claro signo del "poder de las imágenes" (Zanker, 1988).

Imágenes que en sus raíces más profundas, desde las etapas arcaicas de la cultura griega hasta las fases finales de la cultura clásica, entrañaban por su carácter de dobles, de simulacros, una función de evocación, de rememoración de los ausentes y de lo invisible, de los antepasados y los dioses. Es esa función evocadora la que da su sentido a los monumentos públicos en toda su diversidad de variantes, en los que siempre se implica el retorno al pasado. O, más bien, el intento de mantener o traer al presente lo que aconteció en otro tiempo y situación, pero debe ser mantenido vivo en la memoria.

En esos planos de evocación hay que situar las imágenes, alimentos y objetos de la instalación de Patrick Mimran. Los bustos romanos: un hombre y una mujer, el bebé, los budas, la foto de Kafka, la reproducción de los girasoles de Van Gogh... se articulan en la mesa de las ofrendas con los alimentos y los tubos de ensayo, el telescopio o el mapamundi. Evocaciones del cuerpo y del espíritu humano, de la persistencia y del poder de regeneración de la vida. En una mesa que por su disposición se convierte en un gran altar laico, espacio de celebración del arte como aventura humana compartida.

Reintegrada a la esfera del ritual, enriquecida por los modernos soportes tecnológicos, la evocación a través de las imágenes plantea una perspectiva de regeneración. En un mundo de creciente banalidad, de mentira, de apariencias, Mimran nos propone un rescate de la autenticidad del trabajo artístico, de su fuerza para cuestionar la visión superficial de las cosas. Una comida no es, sin más, una comida. Es el lugar simbólico donde los seres humanos adquirimos consciencia de nuestra identidad compartida, de lo que nos une en el tránsito del vivir, así como en el nacimiento y en la muerte.

Particularmente decisiva en este contexto es la presentación en la mesa de un frasco de harina y polvo rodeado de letras de madera coloreadas, en alusión al mito del Golem. Los referentes más inmediatos de ese mito en la cultura contemporánea están en la literatura y en cine. Aunque hay diversas aproximaciones al mismo, las de mayor interés son sin duda la novela El Golem (1915), del austríaco trotamundos Gustav Meyrink (1868-1932), quien vivió desde los quince años en Praga, de donde partió, arruinado, para establecerse en Munich en 1906. Y las dos películas mudas, auténticas obras maestras del cine expresionista aleman, El Golem (Der Golem, 1914) y El Golem, cómo vino al mundo (Der Golem, wie er in die Welt kam, 1920), ambas con guión y realización del también actor y hombre de teatro Paul Wegener (1874-1948), quien por cierto interpretó el papel del hombre artificial en sus películas.

Tanto Meyrink como Wegener sitúan al personaje en el ghetto judío de Praga. En la novela, se le caracteriza como un ser artificial, hecho de barro, que vuelve a la vida cada treinta y tres años. Vive en una habitación sin acceso, situada en algún lugar del laberinto del ghetto. Es necesario destacar el paralelismo entre el origen del Golem y la creación del hombre por Dios, a partir del polvo, como recoge el libro del Génesis (2): "Entonces formó Yahveh Elohim el hombre con polvo del suelo, insufló en sus narices aliento de vida, y así quedó constituido el hombre como ser viviente".

En la obra de Meyrink el Golem representa, por un lado, el doble del protagonista de la narración, Athanasius Pernath; y, por otro, la consciencia colectiva del ghetto, que anuncia la guerra y la destrucción. Y, desde luego, como ya muestra la identidad de su origen: polvo, barro..., el Golem no es sólo "un producto" del hombre, sino también la proyección de sí mismo, su desdoblamiento, su "otro".

Las películas presentan la historia del Golem en un orden inverso a su cronología. En la segunda, el rabino Loew, de Praga, consigue dar vida a una figura de arcilla, gracias a sus conocimientos cabalísticos. Aunque inicialmente protege a los judíos, acabará tornándose peligroso, pero casualmente es dejado inerme por una niña inocente. En la primera película, un judío consigue reanimar la figura de arcilla, convirtiéndola en protector de su hija, que mantiene relaciones con un cristiano. El Golem se enamora de ella, y ésta le hace precipitarse desde una torre, deshaciéndose en un montón de barro.

En el trasfondo de las películas está la figura histórica real del rabino Judah Loew (1525-1609), jefe religioso de la comunidad judía de Praga, del que en 1917 se erigió una gran estatua a la entrada del Ayuntamiento de la ciudad. Su sepulcro, en el Viejo Cementerio Judío, es incesantemente visitado por la gente más variada, que acude a venerarle y pedirle todo tipo de favores. No hay indicios, sin embargo, de que el rabino Loew fuese adicto a las prácticas de la cábala, la astrología o la alquimia, y parece que la leyenda del Golem fue primeramente atribuida al cabalista polaco Elijah Ba´al Schem, fallecido en 1583, y después al rabino Loew en la segunda mitad del s. XVIII (Staehlin, 1978, 173-175).

4. El ritmo más interior.-

El origen de la historia del Golem se encuentra, sin embargo, "en el conjunto de leyendas de la Cábala judía sobre la creación artificial de vida mediante el poder creador de las letras. (...) Del mismo modo que Dios creó el universo a partir de las veintidós letras, los hombres pueden repetir el acto creador si conocen las combinaciones adecuadas." (Izquierdo, 1994, 10). Es a ello a lo que alude Patrick Mimran en El ritmo del tiempo.

La creación del Golem parece que tenía en principio un carácter ritual: aparecía como la coronación del estudio del libro de Yesira llevado a cabo por varias personas. El ser artificial así creado no tenía ningún objetivo práctico: "su realización tendía a poner de manifiesto el poder de las palabras sagradas; el ser creado, a partir del barro, es inmediatamente destruido." (Izquierdo, ibidem).

Sólo más tardíamente aparece el Golem como un ser independiente, al que se le asignan funciones utilitarias, y puede representar un peligro para los que le rodean. El paso de la leyenda a la ficción literaria tuvo ya lugar en el Romanticismo alemán, y escritores como Achim von Arnim o E. T. A. Hoffmann utilizan el motivo en algunas de sus narraciones.

El origen de la palabra "Golem" es, lógicamente, hebreo. En la Biblia aparece una única vez, en el versículo 16 del Salmo 139, que es un homenaje a Aquel que lo sabe todo. Golem es la primera palabra del versículo, utilizada por el salmista para designarse a sí mismo como "masa todavía informe, cuando aún no tenía estructura en el seno de su madre." Su sentido puede ser, pues, traducido por la palabra "embrión" o, con un alcance más amplio, por el término "homúnculo" (Staehlin, 1978, 178). Encontramos así otro interesante paralelismo, en este caso con la tradición alquímica y con uno de los aspectos más densamente cargados de misterio del Fausto, de Goethe.

En cualquier caso, para nuestro propósito, lo más importante es aquello que también indica Agustín Izquierdo (ibidem): "a lo largo de toda la tradición, la materia a partir de la que <el Golem> es hecho es el barro. En su frente lleva la palabra emet, que significa ´verdad´; cuando su creador quiere que vuelva a la nada, le borra la primera letra, de modo que queda met: ´muerte´." Teniendo en cuenta, además, que la palabra emet o "verdad", coincidía con "el Nombre secreto de Dios que se usaba en el rito" (Staehlin, 1978, 180).

La palabra como fuente de vida. Estamos en el mismo contexto de los ángeles efímeros de la tradición cabalística, prolongación de la palabra de Dios y enviados por él a los hombres, a los que se refiere Franz Kafka en sus Diarios (por ejemplo, en la anotación del 26 de noviembre de 1911). La transposición laica de la cuestión supone el vaciamiento de uno mismo en la literatura: "Mi fuerza no da ya para una frase más. Sí, si se tratara de palabras, si bastase colocar una palabra y pudiera uno apartarse con la tranquila conciencia de haberla llenado totalmente de uno mismo." (21 de diciembre de 1910).

Si se tratara de palabras. Pero el esfuerzo creativo de la literatura implica darse por entero, vaciarse. Y en ese sentido la palabra es realidad corporal, carnal. Por eso, al dar con la palabra justa, con la fase adecuada, anota Kafka (3 de octubre de 1911), "no dejo que salga aún de mi boca, con tanto asco y tanta vergüenza como si se tratase de carne cruda, de carne cortada de mí mismo". Y el relato, en la forma de esbozo o plenamente estructurado es como un pariente carnal, como un "consanguíneo" (5 de noviembre de 1911).

La palabra es, a la vez, cuerpo y espíritu, principio de vida, como se dice al comienzo del prólogo del Evangelio de San Juan: "En el principio era el Lógos". Muy lejos de la paráfrasis y corrección del Fausto, de Goethe: "En el principio era la acción", una frase que es en sí misma una profunda anticipación del productivismo materialista característico del mundo moderno

Con su incorporación del Golem, Patrick Mimran sitúa en El ritmo del tiempo "el principio" de todo en la fuerza vivificadora de la palabra. En el aliento espiritual que brota de ella y da vida tanto a los seres naturales como a los artificiales y, de un modo paralelo, a las obras de arte y a los productos tecnológicos. La convergencia de la pintura y de las efigies con la música electrónica, los efectos de luz y sonido y las imágenes de vídeo, supone establecer un arco de sentido entre los modernos soportes tecnológicos y la evocación, la recuperación a través de la memoria, de los sentidos ancestrales de la humanidad.

Por eso me resulta necesario volver todavía al banquete, a la comida ceremonial: no habíamos finalizado, aún, la interrogación de sus sentidos. Además de no comer crudos sino "cocinados" los alimentos, y de utilizar unas pautas sociales de comportamiento en la mesa, lo que nos define más propiamente como seres humanos al comer es la utilización de la palabra: cuando comemos, hablamos. Y con ello el acto natural de ingerir los alimentos necesarios para vivir se prolonga en el plano espiritual que propicia el lenguaje. Cuando comemos y hablamos, evocamos, reímos, celebramos, tomamos consciencia de nosotros mismos y de los demás... Nos apropiamos sensible y conceptualmente, en definitiva, del paso del tiempo, del fluir de la vida.

Compartir la comida supone, para los seres humanos, compartir la palabra. Por eso, en sus sentidos más profundos, la comida común es siempre un acto de profunda afinidad, desde la dimensión más íntima a la esfera pública. Y cuando esa afinidad resulta rota o transgredida, la comida se convierte en la mejor forma de reconciliación. Quien dice palabra, dice música. Y quien dice palabra y música, dice amor.

Si volvemos de nuevo a la antigua Grecia, comprobamos que, más allá de los estratos culturales del pensamiento mítico, el origen de la lírica, contrapuesta al carácter ceremonial de sentido diverso de la épica y del canto religioso y oficial, se sitúa precisamente en el banquete. O, para ser más precisos, en el simposio, en el momento en que se bebía, después de la ingestión de los alimentos: "casi toda la lírica monódica arcaica conservada, comprendiendo en esta definición también la elegía y el yambo, tiene como único destino original el ambiente y el momento del simposio." (Vetta, 1983, XIII).

Es importante recordar que, en Grecia, la palabra poética iba siempre acompañada de música, y en no pocas ocasiones de danza. Por eso leemos en uno de los poemas fragmentariamente conservados de Alceo, donde el poeta censura la ausencia de alguien en el simposio: "... Suena, tomando parte en el banquete,/ la lira; y mientras anda él festejando/ con necios charlatanes..." (Ferraté, 1968, 280-281).

En el banquete, los temas poéticos predominantes eran el vino y el amor (Vetta, 1983, XXVII). El canto a Eros, "el más temible de los dioses" (Ferraté, 1968, 284-285), si recordamos de nuevo un verso de Alceo, acabaría dando paso a la constitución de un nuevo género literario, ya en prosa: los discursos sobre el amor o erôtikoi lógoi, que aparecen probablemente en el s. V a. C., aunque es en el siglo posterior cuando están más en boga.

A este género pertenece una de las obras cumbres del pensamiento y la literatura de Occidente, el Banquete, de Platón, en la que la sucesión de hermosos discursos en honor del dios culmina con la exposición de la teoría platónica del amor ideal, puesta en boca de Diotima de Mantinea, a través del recuerdo de Sócrates. Compartamos o no el idealismo de Platón, es innegable que su concepción ascensional de la dinámica erótica, el sentido de elevación con el que caracteriza el toque de Eros, marcaría para siempre el devenir de la cultura occidental.

Pero lo más importante, en relación con la obra de Patrick Mimran, es la ecuación que Platón establece entre lo erótico y lo estético, cuando habla del eros poietikés, del amor productivo. De tal modo que el amor no sería meramente "amor de lo bello", sino "amor de la generación y procreación en lo bello" (Banquete, 206e).

A la luz de Platón encontramos el último nexo entre la naturaleza y los productos del hombre, ya sean estos artísticos o tecnológicos: amor es la prolongación humana, y por ello, divina, del impulso a la generación, del aliento de la palabra y el espíritu, en la vida y en el arte. Las alas de Eros dan el más fuerte empuje ascensional a la espiritualización del alimento y del arte, a la communio, al sentido de humanidad compartida, que alcanzamos en la experiencia estética, y no ya solamente material, a la que se llega tanto con la comida como con la obra de arte.

Y este es "el don", lo que nos da Patrick Mimran con su instalación: la restitución del sentido ceremonial de la comida, su identificación con la obra de arte, apoyándose a la vez en un uso creativo de las nuevas tecnologías. Estamos, en último término, en una profunda evocación plástica global del ritmo del tiempo.

Del ritmo de la palabra poética y de la música, que acompaña la ingestión del alimento y lo marca simbólicamente, lo humaniza, en correspondencia con el cambio de las fases del sol y las variaciones de la luz. De la evocación de la vida y la muerte, del cambio y la regeneración, en el devenir recurrente, incesante, cíclico, del tiempo. Del tiempo natural y del tiempo humano. De las metamorfosis del sol como símbolo de la sucesión de los días, las noches y las estaciones. Del número, que subyace como soporte rítmico a la palabra, la música y la tecnología digital. Del ritmo más interior: del sentido del tiempo, de pertenencia, rememoración y ocaso, que es lo que nos hace humanos, verdaderamente humanos.

 

Referencias

- Javier Arce (1988): Funus Imperatorum. Los funerales de los emperadores romanos; Alianza Editorial, Madrid. 2ª ed.: 1990.

- Aristóteles: Ética a Nicómaco. Edición bilingüe y trad. de M. Araujo y J. Marías, introd. y notas de J. Marías; Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1949. 3ª ed.: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981.

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- Marcel Detienne (1979): "Pratiques culinaires et esprit de sacrifice", en: M. Detienne et J.-P. Vernant: La cuisine de sacrifice en pays grec; Gallimard, Paris, 1979, pp. 7-35.

- Juan Ferraté (1968): Líricos arcaicos griegos. Antología bilingüe; Seix Barral, Barcelona.

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- H. Hubert et M. Mauss (1899): Essai sur le sacrifice, en M. Mauss: Oeuvres, I, de. V. Karady; Minuit, Paris, 1968, pp. 193-307.

- Agustín Izquierdo (1994): "Prólogo" a G. Meyrink: El Golem. Tr. cast. de A. Ungría; Valdemar, Madrid, pp. 9-11.

- Franz Kafka: Diarios (1914-1923). Tr. cast. en 2 vols. de F. Formosa; Lumen, Barcelona, 1975.

- Carlos Staehlin (1978): Wegener: el Doble y el Golem; Secretariado de Publicaciones, Universidad de Valladolid, Valladolid.

- J. M. C. Toynbee (1971): Death and Burial in the Roman World; Thames and Hudson, London.

- Jean-Pierre Vernant (1979): "À la table des hommes" ", en: M. Detienne et J.-P. Vernant: La cuisine de sacrifice en pays grec; cit., pp. 37-132.

- Massimo Vetta (ed.) (1983): Poesia e simposio nella Grecia antica. Guida storica e critica; Laterza, Bari.

- Paul Zanker (1987): August und die Macht der Bilder; C. H. Beck, München. Tr. cast. de P. Diener, rev. técn. de W. Trillmich; Alianza Editorial, Madrid, 1992.

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