Kounellis, Catálogo de la Exposición 19 de noviembre de 1996 - 19 de febrero de 1997; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1996. pp. 135-165.

MELANCOLÍA REVOLUCIONARIA

¿Cómo mantener la vida, la fuerza poética, del arte en un mundo en el que la repetición obsesiva, agobiante, de signos y representaciones ha terminado por arrebatarle su potencia inmediata, su capacidad de impacto?

La trayectoria entera de Jannis Kounellis es un intento persistente de dar respuesta a ese interrogante. Un intento en el que la memoria de la civilización, el recuerdo atesorado de la cultura mediterránea clásica, se proyecta en el arco de la utopía.

En el compromiso radical, poético y político, del artista, en una época caracterizada por el conformismo y la resignación.

La incitación artística se sitúa en un juego de presencias no ostensibles. En el mundo de la redundancia de la representación, Kounellis activa huellas: rastros, índices, indicios... de dimensiones no evidentes, pero intensamente significativas. En lugar de la representación explícita, la sugerencia del inevitable tránsito de las cosas. Cambio, metamorfosis, desaparición.

¿Cómo activar el apagado espíritu de nuestra época? La interrogación de Kounellis bucea en lo originario: los materiales del arte, en su radicalidad, han de ir hoy más allá de los géneros artísticos tradicionales.

¿Cómo elaborar un cuadro, dar forma a una estatua, en un mundo donde el lenguaje plástico ha perdido irremisiblemente su estabilidad expresiva?

El artista se convierte en un rastreador, en un arqueólogo de la experiencia vital de una civilización que hoy parece abandonada en las cenizas del olvido.

En ese rastreo, el primer registro es el de los materiales. Ahí se sitúa ya todo un campo de resonancias del eje estético primordial en la obra de Jannis Kounellis: el contraste naturaleza/cultura.

El mundo que habitamos no sólo ha hecho inviable, no operativo, el lenguaje tradicional del arte, sino que además ha colonizado de forma tan exhaustiva lo natural que lo ha hecho desaparecer casi por completo. O, a lo sumo, lo guarda y mantiene en zonas confinadas.

Se trata de un proceso que se remonta a los inicios de la modernidad. Y que fue ya tomado en consideración, en clave estética, por Friedrich Schiller en el paso de la Ilustración al Romanticismo.

En su ensayo Sobre la poesía ingenua y sentimental (1794-1795), Schiller escribió "hoy la naturaleza ha desaparecido de nuestra humanidad, y sólo fuera de ella, en el reino de lo inerte, volvemos a encontrarla en su pureza."

Una vez perdida, para volver a la naturaleza no hay vía directa, nos es necesario el rodeo a través de la cultura. Y es eso lo que marca la diferencia entre los antiguos (los griegos) y los modernos: "Ellos sentían naturalmente; nosotros sentimos lo natural".

De ahí el anhelo, la intensa melancolía, que despierta en nosotros "lo natural", cuyos signos o imágenes se convierten en puntos de referencia centrales para poetas y artistas. Con ellos, a través de sus obras en las que se cifra lo más vivo de la cultura humana, el hombre puede volver a la naturaleza.

Creo, no obstante, que para entender plenamente las resonancias de "lo natural" en la obra de Jannis Kounellis es preciso unir a la melancolía romántica el proyecto de emancipación política, revolucionaria, que tiene su inicio con Karl Marx.

Me refiero, en particular, a los Manuscritos económico-filosóficos (1844), en los que Marx destaca cómo a través de la técnica moderna, de la industria, la naturaleza se ha introducido de forma práctica en la vida humana, transformándola en profundidad y preparando el camino de la emancipación.

En consecuencia, según Marx, "la industria es la relación histórica real de la naturaleza (y, por ello, de la ciencia natural) con el hombre". Es eso lo que permite la perspectiva de una futura unficación de la ciencia natural con la ciencia del hombre. Ya que, en último término, "la historia misma es una parte real de la historia natural, de la conversión de la naturaleza en hombre."

En Kounellis, lo natural aparece siempre no como un registro ideal, sino sometido a la manipulación del hombre. Las piezas de carne dejan la huella de sangre sobre los paneles de hierro: la naturaleza destinada a servir de alimento al hombre, industrialmente "digerida" por la cultura.

Kounellis contrapone los materiales "naturales", orgánicos o inorgánicos, a los artificiales. Y así, en lugar del dibujo o el color, el mármol o el bronce, actúa con elementos dados (naturales) y otros ya hechos (artificiales).

El cuerpo de la mujer, caballos, ratas, cuervos, escarabajos, un loro: todo un conjunto de seres vivos. Pero también la carne animal, las maderas, las hojas de árbol, las piedras, el humo. Y junto a ello, hierro, cera, plomo, yeso, alquitrán, carbón, velas, bombonas de gas, lámparas, antorchas-flechas, máquinas de coser, lana, sacos, repisas, zapatos, abrigos, armarios, arcos, paneles, ventanas y puertas.

Esta somera enumeración de elementos recurrentes nos permite iluminar todo un juego de sentidos: la referencia continua, envolvente, en una larga serie de obras y propuestas, es la presencia ausente del ser humano.

El "rastro" del hombre, las huellas de su vida en la tierra, el signo que imprime sobre todo lo que manipula, fabrica o utiliza. Elementos para vivir: comer, resguardarse, habitar, comunicar, viajar... La disposición de elementos no es, sin embargo, un mero registro taxonómico.

La tarea arqueológica de Kounellis presenta, a la vez, un fuerte giro dramático, escénico. No es extraño, entonces, encontrar en ese año de 1968, tan importante en Occidente para la aparición de un nuevo horizonte de lo político, un texto de Kounellis que es una auténtica poética del teatro.

Un escrito que gira en torno a las categorías de "lo vivo" y "lo verdadero" y que, con ecos que hacen pensar en Antonin Artaud, nos habla de "lo 'natural'" y de "lo 'vivo' como autenticidad teatral".

Escribe allí Kounellis: "Se puede y se debe recomenzar a partir del propio cuerpo, tanto en lo que se refiere al actor como al espectador (lo mismo en el escenario que en la vida)." ["Pensamientos y observaciones", 1968].

En las obras de Kounellis, la disposición de los elementos es escénica: sobre ella gravita el rastro del cuerpo ausente. Y así se desencadena la implicación del espectador, a partir de su inmersión corporal y perceptiva, en la que no sólo opera lo visual, sino los cinco sentidos básicos. Los sonidos, el olor y el tacto desempeñan en sus trabajos un papel tan importante como las formas que los vehiculan.

En un segundo escalón, los sentidos despiertan asociaciones y recuerdos. Y se abre entonces el salto del sentido poético, en el que la biografía del espectador se funde con la del artista, y a través de ello con la historia de la cultura compartida.

En cualquier caso, el dispositivo escénico no supone el escamoteo del cuerpo del propio Kounellis. El artista se hace presente, a la vez, como actor y como acompañante en un juego estético que alude y reivindica el trasfondo ritual del arte.

Toda una serie de obras, en las que el vehículo es la fotografía, desvelan ese papel del creador como actor y psicopompo, acompañante en el ritual.

Jannis Kounellis: sobre la cubierta de una barcaza navegando en el mar (1969), con los labios recubiertos con un molde de oro (1972), sosteniendo en la boca un fuego encendido de gas propano (1973), con una máscara de yeso, ante una mesa en la que se disponen fragmentos de vaciado en yeso y un cuervo disecado (1973), en un collage en el que la mitad de su rostro se une a un montón de piedras fragmentariamente pintadas (1985), su pie desnudo apoyado sobre una vieja máquina de coser (1989), sosteniendo en sus labios una plancha de hierro con una vela encendida (1989), o en el cartel en el que su brazo sostiene una lámpara ante la imagen de las tareas de carga y descarga de un barco (1989).

Hay aspectos muy importantes en esa serie de imágenes del artista. En primer lugar, la utilización de la fotografía, que refuerza el carácter de índice en el mostrarse a sí mismo. Las ausencias de la mayoría de sus piezas tienen aquí el contrapeso de la presencia explícita del hombre que las creó.

Pero, en segundo lugar, lo habitual en esas fotos es la presentación fragmentaria de su cuerpo. A excepción de su figura lejana en la barcaza (1969), en el resto de los trabajos mencionados lo que se ofrece a la visión es siempre una parte o fragmento corporal.

Lo ostensible del mostrarse se determina con una presentación metonímica: se presenta o destaca una parte del cuerpo. No creo que se trate de algo accidental. Al contrario, lo considero muy signficativo para poder entender el tipo de construcción estética que intenta Kounellis.

Sabemos, y el psiconálisis ha insistido en ello, que nuestra visión de los cuerpos de los otros es siempre parcial, fragmentaria: la pulsión escópica aisla planos del cuerpo del otro, que son los que constituyen el punto de anclaje del deseo.

Y sabemos, también, que la disolución del clasicismo implica el estallido de la obra de arte orgánica, su explosión en fragmentos. El artista se muestra a sí mismo, como signo de su entrega, de su ofrenda corporal en el proceso de la obra. Pero el signo de esa presencia, en la época post-clásica, no puede ser ya el de la presencia rotunda y completa de las figuras clásicas, sino el signo de la fragmentación.

Una vez más, el rastro, la huella, aunque aquí a través de la intensificación expresiva de la metonimia, en la que una parte vale por el todo. Un todo ya inexistente o inaccesible en nuestro universo de representaciones estéticas.

Podemos también, ahora, apreciar la importancia metodológica y expresiva del collage en las propuestas estéticas de Kounellis. En realidad, el contraste naturaleza/cultura que aparece recurrentemente en sus piezas no se presenta nunca como "totalidad" expresiva, sino como collage.

El planteamiento de Kounellis evita la recaída en el idealismo, la fabulación de una unidad de la naturaleza y la cultura construida sobre "el espíritu" o la idea. Por el contrario, lo que aparece en sus piezas son partes materiales del mundo, fragmentos de la tierra habitada por el hombre.

Los materiales orgánicos e inorgánicos, lo caliente y lo frío, lo luminoso y lo oscuro, los objetos y las huellas, se articulan y confrontan no como piezas de un engranaje, sino como fragmentos "pegados" en la visión.

Una visión que, lo mismo que la memoria, rescata partes y motivos, selectiva y accidentalmente, y los mezcla en un registro abierto, expansivo.

Lo que a primera vista puede parecer accidental, está en realidad revestido de una fuerte determinación expresiva. El fragmento de madera es, a la vez, la parte vertical de una cruz, con lo que se alude, en un intenso registro polisémico, tanto a los materiales de la naturaleza como a la truncada historia espiritual de nuestra civilización.

El fragmento de la cruz, el cristianismo roto, es también un índice de la ausencia de espiritualidad de nuestro mundo. Una constatación ésta omnipresente en todo el trabajo de Kounellis, en el que continuamente percibimos la decidida voluntad de hacer patente que una cosa es lo laico y otra la ausencia de espiritualidad.

Las flores de hierro, las balanzas con polvo de café, las ánforas con agua de mar o sangre, las bombonas de gas que se prolongan en los tubos extendidos como reptiles, en el suelo o en el aire, no son "meras" paradojas expresivas: articulan lo plástico y lo alimenticio.

Muestran que en los más simples elementos materiales el hombre deposita un signo de elevación, una marca espiritual. En definitiva, Kounellis realiza de forma recurrente una reivindicación del carácter espiritual del trabajo humano que, más allá de toda mixtificación idealista, abre el camino para la comprensión de la espiritualidad latente en el mundo material, en la tierra que habitamos.

El fuego y el hierro establecen un nexo, una conjunción de lo primordial, de la que brota la luz, probablemente el material plástico decisivo, aunque con frecuencia inadvertido, en todo el trabajo de Kounellis.

En todas sus piezas, la luz articula el sentido dramático de los materiales y fragmentos. La luz, que brota de lo más profundo de la tierra. Que nos acompaña e ilumina en lo que, si no, sería un mundo de penumbras. La luz, que desde el material más humilde y diminuto del mundo, gravitando en nuestra retina, nos permite volar hacia lo alto, aspirar a la espiritualidad.

En virtud de todo ello, las obras de Kounellis rompen los límites expresivos tradicionales. No pertenecen ni a "la pintura", ni a "la escultura". Pero se nutren de ambas, de su memoria, y se funden en un proceso plástico de organización dramática, teatral, del espacio.

El resultado es un registro "envolvente", en el que, a través de los fragmentos y las piezas, signos de la humanidad, somos capaces de sentir y experimentar las grandes cuestiones de nuestra civilización: la vida, el cambio, la decadencia, la muerte, la desaparición...

El artista no engaña. En ese bucear arqueológico de Kounellis no hay lugar para el ornamento o el esteticismo. En esta época de olvido y abandonos "lo bonito", lo aparente y superficialmente "bello", es una iniquidad. Una impostura moral.

El registro estético de Kounellis es expresión de una rabia contenida, de una actitud rebelde e inconformista, que no acepta que la contienda por la configuración humana de la vida, del mundo, haya terminado irremisiblemente en la derrota.

En ese punto se sitúa el carácter intensamente melancólico de toda su obra, que el propio Kounellis ha hecho explícito al hablar de "la melancolía como propuesta" [1985]. La plenitud estética no puede presentarse como algo banalmente al alcance, so pena de caer en el encubrimiento de la opresión. La Arcadia está fuera de nuestro alcance y el arte ha de hacerlo explícito en sus propuestas: "Mis lanas, que reflejan la Arcadia perdida de vista y fuera del tiempo, se pueden adquirir, según me informan, con 150.000 latas de cerveza." ["Si la casa es cuadrada...", 1988].

Y sin embargo, aun a riesgo de que esa invocación de lo arcádico pueda ser traducida en una cantidad, comprarse, sigue siendo necesaria como compromiso del arte con la búsqueda humana de felicidad, de plenitud.

La memoria y la melancolía actúan entonces como desencadenantes de la utopía, como revulsivos para la no aceptación del estado de cosas existente. El pasado y las imágenes entrevistas de un tiempo de plenitud nos dicen que el mundo no está aún terminado.

La reivindicación de Ítaca: "Ítaca, visionaria Ítaca", la patria del retorno de Ulises pero también la imagen de lo que siempre está más allá, es en Kounellis la afirmación del espíritu de la utopía: "Así pues, contra viento, hacia el puerto donde se refugian las armonías y los paraísos, aun sabiendo que ese destino justo y deseado está muy lejos." ["Si la casa es cuadrada...", 1988].

El mar y la navegación, espacios de vida y simbolización primordiales de la cultura clásica, de las antiguas civilizaciones mediterráneas, descubren así su papel esencial en todo el universo estético de Kounellis. La vida como navegación incierta, zozobrante a veces, pero llena de determinación, hacia las islas de la felicidad.

Obviamente, pocos pensadores pueden estar más cercanos de las propuestas estéticas de Kounellis que Ernst Bloch, el gran pensador de la utopía. Pero además de la coincidencia con los principios y formulaciones centrales de la filosofía de Bloch, lo que ha llamado mi atención es su cercanía en la utilización de algunas imágenes y procedimientos expresivos, centrales para ambos.

En 1930, Ernst Bloch publicó Spuren (Huellas), un libro inclasificable, de prosa no argumentativa ni lineal, en el que a través de relatos y fábulas articulados en una especie de collage narrativo, se presenta una filosofía no ostensible, no declarativa.

Lo que Bloch muestra es el despliegue literario de un interrogante filosófico: ¿se agota el mundo de la apariencia en sí mismo, o encontramos en sus pliegues "algo" que desde dentro mismo lo desborda?

Las historias de Spuren, que conservan un sabor oral, ancestral, como provenientes de la memoria más profunda, presentan a través de un juego de presencias y ausencias, el rastro, las huellas, de ese "algo" que desborda el mundo de las apariencias y que constituye el núcleo de la autotrascendencia humana, la imagen de la utopía.

Como en Kounellis, en los relatos de Bloch hay dos imágenes que revisten gran importancia: la ventana (particularmente, la ventana roja) y la puerta.

Jannis Kounellis ha escrito: "Si la ventana enmarca un paisaje, el visionario acentúa su significado mientras dura la visión." ["Si la casa es cuadrada...", 1988].

El texto "La ventana roja" en Spuren, de Bloch, tiene el valor de un signo que se fija en la adolescencia, en ese período en que se consolida definitivamente el "yo" del sujeto.

Es una impronta que, sin brotar de un plano concreto de la experiencia: la casa, la naturaleza, o el yo, remite sin embargo al todo: "Cada uno guarda de esta época un signo, que no tiene absolutamente nada que ver con la casa, ni con la naturaleza, ni con el yo conocido, pero que, si así se quiere, lo cubre todo."

"Con la ventana como una máscara", concluye Bloch, salimos "hacia la libertad". La ventana marca un dentro y un fuera de nosotros mismos, pero marca así ante todo el paso hacia fuera, la experiencia de la libertad. A través de ella, el mundo se presenta como un territorio de disponibilidad abierta para el hombre.

Otra de las imágenes de gran densidad en Spuren es la puerta, lo que Bloch llama "el símbolo originario letal de la Puerta". Desde que alguien franquea una puerta, se le deja de ver. Desaparece de golpe, como si muriera, lo mismo que el tren desaparece tras la curva.

Este intenso motivo muestra su conexión con la actividad artística en los relatos chinos, recordados por Bloch, que entremezclan la puerta que conduce a la obra y la que conduce a la muerte.

En uno de ellos, un viejo pintor muestra su último cuadro a sus amigos. Pero cuando estos, al ver un rojo extraño en la pintura, se vuelven hacia el pintor, no le encuentran ya junto a ellos, sino en la imagen, avanzando por el también extraño sendero que aparece en el cuadro hacia la puerta maravillosa, ante la que se detiene, se vuelve, sonríe, la abre... y desaparece.

La puerta. El signo no sólo de lo que cierra, sino de lo que abre el límite de lo que nuestros ojos no ven, pero nuestro corazón anhela, presiente.

¿Por qué desde "aquí", desde el mundo de las apariencias, desde las dificultades, el sufrimiento y el dolor, nos encaminamos hacia ella? En las palabras conclusivas de Ernst Bloch: "la tierra inhabitable, con algunos símbolos de la felicidad, es una buena escuela preparatoria para los sueños reales detrás de la puerta."

Ventanas y puertas. Signos, imágenes, de la presencia humana, rastros del paso del hombre en la tierra. Y, por ello, símbolos de la posibilidad humana de ver a través y de traspasar los límites. Imágenes de la utopía.

Ventanas y puertas omnipresentes en la obra de Jannis Kounellis. Quien ha escrito: "Si la puerta tiene una dimensión humana es porque el hombre la atraviesa." ["Si la casa es cuadrada...", 1988].

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