(José Lezama Lima); Creación, nº 8, mayo 1993. pp. 58-60.

EL SOLITARIO EN LA IMAGEN

Nademos sin respirar”, escribió en uno de sus poemas (“Dejos de Licario”). Como si la misma dificultad del aire en sus pulmones invitara al salto por el que la prueba es resuelta. Esa es la respiración de sus palabras. El pez húmedo que siempre persiguió su escritura. Morosidad del verbo, espaciamiento de la respiración poética.

Al leer a Lezama Lima le oimos respirar. Y ése, y no otro, es el motivo principal de que, todavía hoy, no llegue a ser plenamente reconocido como lo que es: uno de los escritores más importantes del siglo XX. Y no sólo en castellano. Aunque escribir en nuestra lengua no deje de suponer un peso añadido. Si hubiera escrito en inglés o en alemán muchos que ni siquiera se le acercan citarían a Lezama con profusión.

Ni la oscuridad ni la dificultad velan su presencia: las estéticas de nuestro tiempo están, todas ellas, atravesadas por el zigzagueo de la complejidad. Y ya el propio Lezama nos advirtió contra la tentación de lo simple: “Sólo lo difícil es estimulante” (La expresión americana). Y contra la confusión de lo luminoso: “Lo contrario de lo oscuro no es lo cenital o estelar, sino lo nacido sin placenta envolvente.” (“Nuevo Mallarmé”).

Pero es verdad, sin embargo, que los lectores de Lezama Lima son escasos, que constituyen, como señaló Julio Cortázar, “un club very exclusive”. Y para explicar por qué tenemos que tomar como punto de partida la respiración laberíntica de su palabra. Lezama es, ante todo, un poeta. Pero no un poeta al uso. No un mero “constructor de versos”, aunque dicha tarea sea, en sí misma, noble e importante.

La palabra poética de Lezama vuelve desde los tiempos ancestrales. Por eso desborda todos los géneros literarios e instituye un modo propio de expresión, denso y terso como la piel. Es el solitario en la isla, aunque tanta empresa colectiva brote de su verbo generoso. Lezama es el solitario que, con el pulso errático de las palabras construye, adentrándose en lo invisible, el universo de la imagen, donde lo más genuinamente humano habita desde la noche de los tiempos.

Su respiración transmite un conocimiento distinto: “La imagen es la causa secreta de la historia.” (“El 26 de julio: imagen y posibilidad”). Y es ahí donde ancla la marcha de su discurso poético, “semejante a la del pez en la corriente”, que, a través del juego de diferencias e identidades de la metáfora, se lanza “a la final apetencia de la imagen.” (“Introducción a un sistema poético”).

Lezama escribe, entrecortadamente, con la consciencia de habitar una época “ciega para las verdades reveladas”, pero que, con sus “tímpanos de cobre”, puede “mostrar un hallazgo: haber llevado la metáfora al sitio ocupado por el silogismo.” (“Loanza de Claudel”).

Si todo un proceso de la tradición cultural de Occidente conduce a la secularización de la palabra, y con ello a la pérdida de la arcaica función sacerdotal, sagrada, del poeta, la respiración del verbo lezamiano restituye lo que hay de pérdida y olvido en ese proceso. Y no hace falta abandonar el espacio laico, terrenal, para compartir el vuelo de la imagen con Lezama.

El logos de Occidente tiene su principio o fundamento, que reverbera hoy en la configuración técnica del mundo, en la identidad. Lezama habla de otro conocimiento que discurre en paralelo: “El conocimiento poético se separa del conocer dialéctico que busca tan sólo el espejo de su identidad.” (“Conocimiento de salvación”). Y es que la poesía, ¨por desconfiar de la fijeza de la percepción, desconfía de todo lo categorial.” (“Sobre Paul Valéry”).

Por eso, conocer poéticamente es ver el envés, el reverso de las cosas. En el cogito cartesiano, en el “soy, luego existo”, Lezama advierte que “ese existir tiene que ser una imagen.” Y de ese modo las categorías filosóficas desvelan su nutriente poético, lo que las hace respirar desde el reino de la imagen: “Ese ser concebido en imagen, y la imagen como el fragmento que corresponde al hombre y donde hay que situar la esencia de su existir.” (“Introducción a un sistema poético”).

La poesía es, para Lezama, una dimensión transcendente: “las esencias expresadas por las eras imaginarias.” (“Sobre poesía”), una articulación de “lo imposible” sobre “la imagen posible”. Pero su itinerario no es simple, sino laberíntico. Su inicio está en la disolución del propio cuerpo para convertirlo en forma: “disolver nuestro cuerpo para que llegue a ser forma.” (“El secreto de Garcilaso”).

Ojo y cuerpo se aventuran así en la imagen: “El ojo crea la figura; la noche se expresa, cae sobre nosotros por imagen. El ojo siente un orgullo pasivo cuando se extiende en la figura. Nuestro cuerpo siente un orgullo posesivo cuando penetra en la imagen de la noche.” (“Sobre Paul Valéry”). Y es que el conocimiento poético no adviene gratuitamente, es un difícil acto de conquista. El poema es “un espacio resistente entre la progresión de la metáfora y el cubrefuego de la imagen.” (“Sobre poesía”).

Las eras imaginarias, la imagen como cauce secreto del tiempo histórico, sólo son entrevistas en ese doble ámbito de resistencia en el que los cuerpos han de soportar la nada que los circunda y los productos de la cultura: formas o figuras, el flujo retráctil de las imágenes: “Así como el cuerpo soporta la nada rodeante, las figuras se ven obligadas a contrarrestar el flujo de las imágenes.” (“Sobre Paul Valéry”).

Este sistema poético de Lezama traza un surco, un itinerario, donde se borran las diferencias entre la vida y la muerte. Un giro donde lo temporal permanece inmóvil en el destello de la imagen. El gozoso Paradiso isleño teje un árbol frondoso que hace posible La vuelta de Oppiano Licario, su discurrir entre la vida y la muerte, como los ángeles de Rilke.

En efecto, como el ángel, el poeta supera los límites del tiempo al adentrarse en la esfera de lo posible, es el que toca el espacio resistente “como posibilidad”. Con ese acto supera “el ser para la muerte” (Heidegger), y “crea la nueva causalidad de la resurrección.” (“Sobre poesía”).

Así, desmesurada, hipertelial, la respiración poética de Lezama desborda los confines de la memoria y el olvido e intenta atrapar el brillo de lo eterno. Es ese fulgor relampagueante lo que hace del pez la figura más ajustada del procedimiento poético: “Su instantaneidad pasa fría por nuestras manos como un recuerdo de la indetención del tiempo.” (“Sobre Paul Valéry”).

Juego y riesgo con la imagen que alberga, en su médula más profunda, los senderos de la cifra y las correspondencias: la teoría de la analogía de Santo Tomás de Aquino. Que desvela su brillo fragmentario (“el fragmento que corresponde al hombre”) en el ir y venir del tiempo y el sonido: “Tenemos que medir el tiempo por el vaivén/ de los ojos y cerrar los ojos/ y el murmullo que nos va devorando/ cuando nos sumergimos en la madre de carbón.” (“Dejos de Licario”).

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