El colecionista de obsesiones

José Jiménez

 

        

Ir buscando. Guardando. Formando una serie, una colección. La pasión de coleccionar es un intento de saltar por encima de lo ocasional, del aquí y ahora, en busca de la permanencia, de la duración. “Hay muchas especies de coleccionistas; y además, en cada uno de ellos opera una profusión de impulsos”, escribió Walter Benjamin (1937, 89). Esa profusión de impulsos: pluralidad, dispersión, intensidad… que busca adquirir, conservar, atesorar, caracteriza de modo singular la trayectoria de José Lázaro Galdiano. Las colecciones que hoy guarda la Fundación que lleva su nombre, afortunadamente de titularidad pública, constituyen un ejemplo particularmente significativo de hasta qué punto el impulso a coleccionar abre todo tipo de vías de enriquecimiento de la experiencia.

Pero hay un núcleo central en la pasión de coleccionar que no es otro que su vínculo con la memoria. El coleccionista intenta guardar en los objetos que atesora el hilo rojo de experiencias vividas. Lo que se desvela a través de ellos es, en el fondo, una voluntad de recobrar el tiempo que pasó. Podría así decirse que coleccionar es una lucha contra el tiempo, un impulso a permanecer materialmente en los objetos, de todo tipo, en los que en un momento de vida se demoró la mirada, el tacto, la apropiación corporal y sensible. Hay concepto, desde luego, pero el coleccionismo implica una intensa inmersión sensible y sentimental en las piezas de la colección.

Que el coleccionismo, en sus diversas formas y variantes, implica una obsesión, y una fijación fetichista, queda claro en la idea del Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk, a la vez museo literario y museo, o colección, de objetos. Aunque Pamuk publicó la novela con ese título en 2008, la idea venía de mucho antes: "La idea del Museo de la Inocencia ya estaba formada en la totalidad en mi mente a finales de los años noventa: se trataba de crear una novela y un museo que contaran la historia de dos familias de Estambul, una adinerada y la otra de clase media baja, y del romance obsesivo de sus hijos." (Pamuk, 2012, 10). Kemal, el personaje principal de la novela, atormentado cuando la mujer a la que ama se casa con otro, se dedica durante años a coleccionar cosas que ella ha tocado, de colillas a horquillas, de zapatos a informes escolares, para luego exponerlas en un museo. Resulta claro el desplazamiento fetichista: al no tenerla a ella, tener al menos los objetos que ella había tocado. Pero de ahí, Pamuk derivó otra iniciativa: la de formar un museo con los objetos, diversos y variados, que pueden encontrarse en los lugares más diversos del mundo, y que expresarían mejor las características de la vida de la gente sencilla que los museos oficiales, habitualmente destinados a formar una visión estatal o nacional. "Como aves migratorias, los objetos también viajaban por rutas misteriosas", indica Pamuk (2012, 10), quien pudo finalmente abrir su Museo de la Inocencia con una colección de ese tipo de objetos comunes en 2012, en Estambul.

Pasión: deseo de vencer el tiempo. Ese vínculo central del coleccionismo con la memoria nos permite apreciar el paralelo existente entre la función del arte, del conjunto de las artes, y lo que el coleccionista persigue. Hay todo tipo de coleccionismos, y en todos ellos despunta esa voluntad de guardar en los elementos de la colección alguna dimensión de la experiencia vital, de detener en ellos el tiempo que pasa. Pero en las colecciones integradas por objetos artísticos, en cualquiera de sus manifestaciones, encontramos doblemente reforzada esa voluntad, pasión, o deseo de vencer el tiempo. Pues es ésta, precisamente, una de las funciones específicas, centrales, asignadas a las artes en nuestra tradición de cultura.

Como se manifiesta, en la Antigüedad Clásica, haciendo descender a las Musas, de quienes fluye el canto poético y la representación sensible, de Mnemósyne, la diosa o figura mítica de la Memoria. O como se aprecia en el Fausto, de Goethe, la epopeya que fija simbólicamente el destino de la modernidad, en sus inicios, cuando Fausto pierde su apuesta con Mefistófeles al expresar su deseo de detener el tiempo. No un tiempo cualquiera, sin embargo, sino la plenitud del momento estético, contrapuesto al tiempo de la acción y del trabajo: "¡Detente, eres tan hermoso!", exclama Fausto. Al perder su apuesta, al perder su alma (aunque ésta sea luego recuperada por la gracia de Lo Eterno Femenino), Fausto se deja llevar por esa pasión por la fijación del instante que tan bien conoce todo coleccionista.

Esa lucha, pasional, con el tiempo es también, sin duda, la clave última del trabajo de Bernardí Roig, que a lo largo de su trayectoria artística ha tenido en todo momento como referentes esenciales la memoria y el deseo, dos aspectos igualmente esenciales en la pasión de todo coleccionista. El concepto que sustenta esta exposición tiene así que ver con el descubrimiento de una imagen inadvertida en el espejo: el artista, él también, es un coleccionista, aunque no de piezas u objetos, sino de representaciones plásticas, de ideas, emociones y sentimientos que se plasman en obras. Y, en ese sentido, el artista es también un coleccionista, pero un coleccionista de obsesiones, aquellas que va plasmando en su trabajo en busca de la realización de la obra, ese impulso obsesivo hacia la búsqueda de lo imposible que de forma tan intensa supo plasmar Balzac en su luminoso relato La obra maestra desconocida (1831).

La búsqueda del artista debe ir más allá de la mera representación sensible, por muy fiel que ésta sea. En el relato de Balzac, Frenhofer critica a Porbus porque en la obra de éste, aunque muy bien resuelta plásticamente, no late la vida, "el alma": "Es eso y no es eso. ¿Qué falta? Nada, pero ese nada es todo. Tiene la apariencia de la vida, pero no expresa su plenitud colmada que desborda, ese yo no sé qué que es, quizás, el alma y que flota nebulosamente sobre el envoltorio" (Balzac, 1831, 45). En el fondo, lo que busca Frenhofer es un imposible: nada menos que la vida, intacta, plena, en la representación. Por eso, cuando Porbus y Poussin, acompañados de Gillette, pueden por fin acceder a la contemplación de la obra secreta, celosamente guardada, de Frenhofer, no ven en ella "más que colores confusamente amasados y contenidos por una multitud de líneas extrañas que forman una muralla de pintura." (Balzac, 1831, 74).

Una muralla de pintura que no dejaría ver lo que hay debajo: la vida. Y, sin embargo, cuando se aproximan y miran con más atención Porbus y Poussin descubren en la tela algo más: "la punta de un pie desnudo" que, en un rincón de la tela, "salía de ese caos de colores, de tonos, de matices indecisos, especie de niebla sin forma". Sólo entonces, Porbus grita su descubrimiento: "Ahí debajo hay una mujer" (Balzac, 1831, 74). En su búsqueda de lo imposible: aunar pintura y vida, Frenhofer había ido acumulando en el lienzo las piezas de su obsesión, dar vida a una mujer. Naturalmente, el resultado final es fragmentario, incompleto. Aunque en el interior de esa muralla de pintura late la vida. Y es que, como había ya exclamado el propio Frenhofer "¡Mi pintura no es una pintura, es un sentimiento, una pasión!" (Balzac, 1831, 66).

Como en el relato de Balzac, si en el cuadro de Frenhofer sólo se puede ver la punta del pie desnudo de una mujer, en la obra de Bernardí Roig sólo vemos piezas, fragmentos, que nos remiten a una totalidad inalcanzable. Modulador de cuerpos, de figuras ensimismadas, Bernardí Roig persigue una obsesión, un peregrinaje en busca de la luz, a la que se trata de llegar, de alcanzar. Colección de imágenes y cuerpos que en esta ocasión se cruzan y diseminan en los espacios que guardan las piezas atesoradas por José Lázaro Galdiano, pero con una orientación propia. No se trata, por tanto, de establecer un diálogo con las piezas de la colección de Lázaro Galdiano, sino de intentar establecer una especie de conversación ensimismada entre dos tipos de búsqueda, animadas por motivaciones diversas, pero impulsadas por una misma pasión: coleccionar.

Todas las piezas de la exposición: los dibujos, el libro de luz, las esculturas, el molde que se confronta con las armaduras, la película rodada para esta muestra en los espacios de la Fundación, incluso el tablero de imágenes, giran en torno a una misma modulación: alcanzar la luz. En sus obras, Bernardí Roig bucea en un depósito abigarrado de imágenes: del arte a la vida cotidiana, de las raíces familiares a lo desconocido, para impulsar su búsqueda desde la memoria a la luz del deseo. Algo que tiene su reflejo en el Tablero de imágenes, que vive en una pared de su estudio, donde va fijando recortes de imágenes tomadas de aquí y de allá, y que se presenta al público por vez primera en esta exposición. Es un registro íntimo de cómo la obsesión gira, se expande y se eleva hasta acabar convirtiéndose en obra. Obra, sin embargo, que es como la punta del pie desnudo de mujer de La obra maestra desconocida: debajo hay vida.

La luz es el ámbito de la visión. Y para Bernardí Roig la cuestión central es ésa: ver o no ver. Sus piezas se debaten en una demanda obsesiva: querer ver, aun sabiendo que ver, ver plenamente, es imposible. La invisibilidad de la memoria (2012) y, sobre todo, Melancolía II (2012) ilustran especialmente esta problemática. La figura cabeza abajo sobre la luz estructura un altar laico ante el claroscuro intervenido del grabado de Rembrandt. El pie de Betsabé nos indica que hay vida, que hay una mujer debajo. El deseo de ver es motor de eros y aguijón del arte. Acteón no puede reprimir su deseo de ver el cuerpo desnudo de la diosa. Mira con deseo, igual que con deseo miramos nosotros las obras artísticas. Ahí destella el germen de la metamorfosis: cambiamos, nos convertimos en otro, cuando miramos y alcanzamos a ver. Las esculturas de Bernardí Roig son cuerpos metamórficos en busca de la luz. Las podemos encontrar transportando tubos de neón, intentando chupar la luz, o buscando el cobijo de la lámpara. O entre aprisionadas o hipnotizadas por las lámparas. Se esconden, también, entre los árboles y la vegetación. Pero, incluso allí, salen y se desplazan en busca de la luz. Como si fueran mariposas irrefrenablemente atraídas por la luz. Porque este es el anhelo último, la cifra de todas las obsesiones: tocar, hacerse uno, fundirse con la luz.

Coleccionista de obsesiones, movido por la pasión, por el aguijón del deseo y el trazo de la memoria, la obra de Bernardí Roig presenta un paralelo intenso con la de uno de los escritores más grandes de nuestro tiempo: Vladimir Nabokov (1899-1977), y además cazador y coleccionista obsesivo de mariposas. Nabokov comenzó a coleccionar mariposas ya en su niñez: "a comienzos del verano de 1906 —el verano en el que empecé a coleccionar mariposas— tenía siete años" (1966, 15). Y esa "afición", que mantuvo a lo largo de toda su vida, le llevaría a convertirse en un entomólogo del más alto nivel, hasta el punto de que, ya en Estados Unidos, después de que dejara una nota con sugerencias en su primera visita en 1941, el Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard le encargó organizar su colección de mariposas. En ese Museo pueden verse algunas de las siete especies de mariposas descubiertas por Nabokov y bautizadas en su honor, entre ellas el género Nabokovia.


  


En su libro autobiográfico, significativamente titulado Habla, Memoria, Nabokov (1966, 74) liga lo que denomina "casi patológica agudización de la facultad retrospectiva", haber estado realizando una vez y otra "el acto de recordar vivamente algún fragmento del pasado", con el recuerdo de un momento de la vida de su padre que éste le transmitió una vez y otra a él y a sus hermanos desde pequeños: el de la afortunada caza de un raro y estimado ejemplar de mariposa, que él, Vladimir, acabaría heredando en su colección un cuarto de siglo después aunque, matiza, con "un detalle conmovedor: las alas se le habían «encogido» por culpa de que la sacaron de la tabla de secado antes de hora" (Nabokov, 1966, 74). En el año 2000 se publicó un texto de Nabokov, hasta entonces inédito, Father's Butterflies (Las mariposas del padre), un relato de ficción con la entomología como telón de fondo, en el que además de recrear literariamente la obsesión por las mariposas en relación con la figura del padre, indica que para él la atracción por las mariposas se despliega sólo sobre un fondo de arte y palabras: "Personalmente, pertenezco a la categoría de curieux [curiosos] que para ponerse a sí mismos en relación adecuada con una mariposa y para visualizarla, requiere tres cosas: su representación artística, un compendio de todo lo que ha sido escrito sobre ella, y su inserción dentro de un sistema general de clasificación. Sin palabras ni arte, sin un penetrante y sintetizador proceso de pensamiento, para mí una mariposa quedaría incompleta." (Nabokov, 2000).

Pero, además de las palabras y el arte, la pasión de coleccionar mariposas está en Nabokov intensamente determinado por el deseo, por la sensualidad. Para él, las mariposas vuelan al ritmo del deseo. Así rescata un recuerdo de su infancia en Rusia, cuando salía a buscar mariposas: "Saltando por encima de la hierba una pequeña ninfa, la ninfa morena, burló mi red. Varias polillas rondaban también por allí: chillonas hembras amantes del sol volando de flor en flor como moscas coloreadas, o machos insomnes buscando hembras ocultas" (Nabokov, 1966, 130). El fondo artístico y literario del interés de Nabokov por las mariposas nos conduce directamente, en su combinación con el deseo, al personaje más conocido de toda su obra: Lolita, la ninfa adolescente, ella misma en una fase inestable, de transición, equiparable a la fase de crisálida por la que ha de pasar la mariposa antes de emprender su vuelo como tal. Lolita, la crisálida o ninfa, capaz de darle la vuelta a la red caza-mariposas del adulto perseguidor Humbert-Humbert.


  


En Habla, Memoria Nabokov transmite el recuerdo de una adolescente: Polenka, a la que veía en los veranos en la finca familiar, entre sus 11 y 13 años, con la que nunca llegó a hablar, pero a la que, cazando mariposas y por casualidad, llegó a ver desnuda en un juego en un río, de alta intensidad erótica, junto a otros tres o cuatro jóvenes, todos desnudos. Uno de los "aspectos especialmente vívidos de ella" —escribe Nabokov (1966, 209)— "que quisiera alzar simultáneamente ante mis ojos para completar su obsesiva imagen (…) vivió durante largo tiempo en mi interior, pero muy separado de la Polenka que yo relacionaba con los umbrales y las puestas de sol, como si hubiese vislumbrado una encarnación ninfática de su conmovedora belleza que conviniese mantener aislada." Obsesiva imagen y encarnación ninfática que se introduciría en el vórtice más profundo de su pasión, la mujer-mariposa que volaría en el escenario de sus sueños: "Resulta extraño, pero ella fue la primera persona que tuvo el dolorosamente agudo poder, por el simple método de no permitir que se desvaneciera su sonrisa, de perforar un agujero en mi sueño y devolverme con un sobresalto a mi acalambrada vigilia, cada vez que soñaba con ella" (Nabokov, 1966, 208).

Aunque las hay, si bien menos en los últimos tiempos, no son frecuentes las mujeres entre los cuerpos y figuras de Bernardí Roig. Probablemente porde de lo que se trata es de subrayar su ausencia, de suscitar su evocación a través del proceso de búsqueda. Búsqueda del deseo, búsqueda de la luz. Esa luz que se persigue para dar cuerpo a las imágenes, conjurar la ausencia, representar sin poderlo hacer visible a lo que no está.

Además de la dimensión artística y literaria y del componente erótico, la pasión por las mariposas se enlaza en Nabokov con su atracción por el mimetismo, que se reconstruye así en un especialmente brillante paso de Habla, Memoria:


"A mí me atrajeron en especial los misterios del mimetismo. Sus fenómenos mostraban una perfección artística que sólo se relaciona generalmente con las cosas hechas por el hombre. Considérese por ejemplo la imitación de los jugos venenosos que realizan las máculas en forma de burbuja que poseen las alas de algunas mariposas (en la que no falta ni la semi-refracción), o la producida por sus lustrosos botones amarillos en el caso de las crisálidas («No me comas: ya me han aplastado, observado y rechazado»). Considérense los trucos de ciertas orugas acrobáticas (las del guerrero del haya) que en su infancia tienen aspecto de excremento de pájaro pero que después de su metamorfosis presentan unos apéndices ásperos de tipo himenopteroideo, así como otras características no menos barrocas, que permiten a estos extraordinarios individuos interpretar dos papeles a la vez (como el actor del teatro oriental que se convierte en una pareja de inextricables luchadores): el de serpenteante larva y el de la enorme hormiga que la ha capturado. Cuando cierta polilla se parece a cierta avispa, también camina y mueve sus antenas a la manera de las avispas en lugar de hacerlo como una mariposa. Cuando una mariposa tiene que parecer una hoja, no solamente reproduce de forma bellísima todos los detalles de la hoja, sino que tiene, además, numerosas marcas que imitan los agujeros perforados por los gusanos. La «selección natural», en el sentido darwiniano de la expresión, no bastaba para explicar la milagrosa coincidencia de la apariencia imitativa y el comportamiento imitativo; tampoco me parecía suficiente apelar a la teoría de la «lucha por la vida» cuando comprobaba hasta qué extremos de sutileza, exuberancia y lujo miméticos podía ser llevado un mecanismo defensivo, que en cualquier caso va muchísimo más lejos de de lo que pueda apreciar ningún predador. Descubrí así en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de hechizos y engaños complicadísimos." (Nabokov, 1966, 122-123).


Mimetismo viene de mímesis, palabra que en el mundo griego clásico tenía un significado mucho más amplio y complejo que el de imitación, con el que suele traducirse a las lenguas modernas. Los romanos tradujeron mímesis como imitatio, y de ahí proviene el equívoco de nuestras traducciones. Pero imitatio tiene la misma raíz semántica que imago, imagen, y eso nos revela el sentido más profundo de mímesis: producción de imágenes. Las mariposas producen imágenes para mejorar en su vida, es un procedimiento adaptativo que utilizan todos los seres vivos. También los seres humanos. Cuando el juego con la imagen se inserta en un espacio de ficción estamos, en cambio, en el universo del arte. Pero, entonces, lo significativo es el encuentro del arte con la vida, el reconocimiento en el comportamiento de las mariposas de una actuación que nos lleva al universo de la imagen. Estos insectos, metamórficos y voladores, se convierten así a los ojos de una mirada que busca arte en todo, como la de Nabokov, en espejos sutiles del arte, en destellos volantes de la imagen.

La emoción del acecho, salir, buscar, preparar la trampa cuando es necesario, lanzar la red y, finalmente, alcanzar la pieza. O perderla. La excitación de la pieza nueva en una colección del deseo. Aquellas alas, esos colores, que destellan en mi deseo de posesión: hacerla mía, poseer la mariposa. En último término, buscar y coleccionar mariposas era en Nabokov una forma de vencer el tiempo: "Confieso que no creo en el tiempo. Me gusta plegar mi alfombra mágica, tras haberla usado, de forma que una parte del dibujo quede superpuesta a la otra. Que tropiecen las visitas, no importa. Y el mayor placer de la atemporalidad —en un paisaje elegido al azar— es el que encuentro cuando me veo rodeado de mariposas poco frecuentes y de las plantas con que se alimentan. Eso es el éxtasis, y más allá del éxtasis hay otra cosa que me resulta difícil de explicar. Es como un vacío momentáneo en el que se precipita todo lo que amo. Un sentimiento de unidad con el sol y la roca. Un estremecimiento de gratitud para con aquel a quien pueda interesar, al contrapuntístico genio del destino humano o a los tiernos fantasmas que miman a este afortunado mortal." (Nabokov, 1966, 138). Aunque, inevitablemente, las mariposas escapan, no siempre se las puede atrapar, la experiencia del fracaso forma parte del juego: "Recuerdo un día en el que acercaba cautelosamente mi red a una strymonidia poco común que se había posado delicadamente en una ramita. Podía ver claramente la W blanca sobre el envés color chocolate. Tenía las alas cerradas, y las inferiores se frotaban la una contra la otra en un curioso movimiento circular, produciendo posiblemente una levísima y alegre crepitación de tono demasiado elevado como para que pudiera captarlo un oído humano. Hacía mucho tiempo que anhelaba poseer esta especie en particular, y, cuando me situé a la distancia adecuada, lancé mi cazamariposas. Todo el mundo ha escuchado el gemido del campeón de tenis tras haber fallado un golpe fácil. Todo el mundo ha visto el rostro del mundialmente famoso maestro Wilhelm Edmundson cuando, durante una exhibición de partidas simultáneas celebrada en un café de Minsk, perdió su torre, por un absurdo descuido, ante un aficionado local, el pediatra doctor Schach, que finalmente le ganó. Pero no hubo nadie aquel día (excepto yo mismo de mayor) que pudiera verme sacudir el cazamariposas para hacer saltar la ramita que era su único contenido, y quedarme mirando pasmado el agujero de la tarlatana." (Nabokov, 1966, 131).

Además de la literatura, el arte y las mariposas, otra de las grandes pasiones de Nabokov era el ajedrez. En el tablero, las piezas se mueven, en un proceso de construcción plástica. De modo similar a cómo las imágenes fijadas en el tablero de Bernardí Roig van y vienen de su memoria a la idea de la obra, en otro juego: el del arte, el de la representación sensible.

¿Por qué establecer este contraste, este juego de espejos no ya sólo entre Lázaro Galdiano, Orhan Pamuk y Bernardí Roig, sino también con Vladimir Nabokov y su afición de cazar y coleccionar mariposas…? Se trata de intensificar todavía más la refracción en el espejo de la pasión de coleccionar, de la imagen del coleccionista. Contempladas, como lo hace Nabokov, desde un prisma a la vez artístico y literario, las mariposas son, en sus vidas, seres metamórficos, que aspiran a alcanzar la luz. Como los cuerpos y figuras de Bernardí Roig. Como sus dibujos, como sus esculturas y como el personaje deambulante, con sus ojos cegados y una fuente de luz sobre su cabeza, que va recorriendo y desplegando luz —sin poderla ver él mismo— por los espacios a oscuras de la Fundación Lázaro Galdiano.

En su fondo más íntimo, en su interior más profundo, lo que no puede evitar saber todo coleccionista, también el coleccionista de obsesiones, es que su pasión está inevitablemente condenada al fracaso. Toda colección es fragmentaria, incompleta, por muy amplia, compleja y rica que sea. Queda siempre incompleta, sin terminar. Y ello es así tanto por los avatares y dificultades de la empresa misma, como por el carácter fugaz de la vida que, antes o después, también escapa, se desvanece. Como las mariposas que huyen de la red. La colección es un signo, una sustitución fetichista, o mejor: una escenificación, del carácter incolmable del deseo.

REFERENCIAS

- Honoré de Balzac (1831): Le Chef-d'oeuvre inconnu. Présentation et notes de Maurice Bruézière; Le Livre de Poche, Paris, 1995.
- Walter Benjamin (1937): "Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs", en: Discursos interrumpidos I, tr. esp. de Jesús Aguirre; Taurus, Madrid, pp. 87-139.
- Vladimir Nabokov (1966): Habla, Memoria. Una autobiografía revisitada, trad. esp. de Enrique Murillo; Anagrama, Barcelona, 1986, 1994
[De la primera edición de este libro, que apareció en inglés en 1951, hay también trad. esp., en este caso de Jaime Piñeiro; Plaza & Janés, Barcelona, 1963].
- Vladimir Nabokov (2000): Father's Butterflies, en: THE ATLANTIC MONTHLY - NABOKOV'S BUTTERFLIES; April, Volume 285, No. 4, Citado por la version online del texto.
- Orhan Pamuk (2008): El Museo de la Inocencia, trad. esp. de Rafael Carpintero; Mondadori, Barcelona, 2009.
- Orhan Pamuk (2012): "Los objetos viajan por rutas misteriosas"; El País, Babelia nº 1.095, 17 de noviembre de 2012, pp. 10-11.

 

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